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El viejo, un poco cansado, recogió el hilo y dejó la caña a un costado cerca de la orilla.

Tomó el grueso piolín donde estaban atravesados los pescados que había capturado ese día y se los cargo a sus espaldas. Levantó el aparejo y comenzó a alejarse.

Actuaba sereno, rutinario. Eran tan frecuentes esas visitas al río.

Tan frecuentes como necesarias para su sustento. El sol diáfano había corrido a las pocas nubes mañaneras, que temerosas se escondieron detrás de las montañas.

El celeste inmaculado preanunciaba una noche estrellada. El anciano no demostraba el mínimo interés en el bello paisaje; en tantos años lo había visto infinidad de veces. En su juventud sí lo disfrutaba mucho. Todo el sol, el río, donde se zambullía en los ardientes veranos. Las caminatas de aventuras en los montes, junto a su compañera que ya no está. Ella, un día, según cuenta el anciano, subió a la montaña, la misma donde está su casa, y llegó hasta el cielo buscando una cura a su dolor enfermo, y se quedó allí, por que encontró la merecida calma.

Ya pasó mucho tiempo de eso, quizá, como muchas veces dijo, no demore mucho en reencontrarla. Pero se fue acostumbrando a la soledad.

Se dirigía a su casa a poca distancia de la costa, sobre la montaña baja.

En la otra orilla del río, de un cauce de algo más de una veintena de metros, comenzaba la montaña alta; que en su falda dibujaba un camino hacia pequeño poblado donde hay un almacén de ramos generales, y pocos vecinos.

Cada semana el hombre cruzaba con su bote para abastecerse.

Allí había comprado un pequeño monito que estaba asido a un soporte y un grillete al cuello para evitar su fuga. Lo sedujo una caricia que le brindó el animal cuando se le acercó.

Será buena compañía, imaginó, y se lo trajo. Luego se acostumbró a la vivienda y lo tenía suelto.

El animal pasaba gran parte del tiempo subido al techo de dos aguas de la casa. Cuando el amo regresaba, solía saludarlo con algún sonido chillante y en ocasiones subía a sus espaldas.

Esa tarde el hombre llegó a su casa, colgó los pescados en un trípode cercano a la puerta pero el simio no apareció. Se dirigió a rodear la casa.

Por el fondo comenzaba un camino sigzagueante que subía la montaña baja. Sintió preocupación por la ausencia. Miró hacia la cima cercana y le pareció ver al animal. Tomo una pequeña pértiga y empezó a subir, creyendo ver al monito que le hacía señas. Treinta esforzados minutos después, estaba en la cima. Su pecho palpitaba, agitado por el esfuerzo. De pronto, un cúmulo de nubes espesas y blancas venían hacia él. Afinó su vista en dirección a ellas y su rostro comenzó a sonreír, su cuerpo tembloroso dejó caer la pértiga, y en pocos instantes la borrasca envolvió su cuerpo. La noche se posó silenciosa, y al rato las estrellas titilaban alegres en el oscuro firmamento.

Al día siguiente, un oso que pasaba por el lugar comenzó a comer los pescados sin que lo molestara nadie más que un pequeño monito, al que no le prestó atención.

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