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Con andar presuroso desciende por la escalera. Una corriente de aire cálido de denso hedor a grasa de maquinaria y goma quemada, hace aún más pesada la puerta para entrar al metro. Ruperta toma asiento frente a un señor de cabello negro, crespo;  que la mira de reojo. A su lado un anciano detiene la mirada en las grietas de sus manos. El niño del costado tararea una canción, la de la izquierda está entregada totalmente a vencer su combate entre ella y el mundo de la Nintendo.

Sube un pasajero declama varios versos de su cosecha, pasa la gorra. Otro confiesa en alta voz tener sida, aboga porque le regalen algo para llenar el vacío de su estomago.

La señora del fondo abre su bolso, saca una crema que unta sobre sus manos. El joven parado junto a la puerta contempla su imagen reflejada en el cristal, con mirada dulce comenta la hermosura de su rostro y la buena combinación del atuendo que escogió. Un grupo de muchachos se intercambian algunos pasos de baile urbano con movimientos electrónicos al compás de un ritmo punzante y pegajoso.

Ruperta repara en los zapatos de cuanta persona alcanza su vista, sus ojos se detienen en esos de color marrón con punta hacia arriba, luego en  otro par  rojo con un lazo que reposa en el empeine, ligeramente uno queda frente al otro reprochándole algo de su aspecto. Los de cordones apretados tienen un aspecto de pocos amigos, aquellos de tacón bajo, se ven tan relajados que apenas sostienen el pie. El par verde acharolado erguido hacia adelante, se apoya solo en la punta, el talón descansa sobre una lanza de seis centímetros y los pies murmullan ¡Libertad para dos pobres apretados!

Junto a sus zapatos, Ruperta, encuentra algo parecido a un libro pequeño con pastas de cuero.

No hay nadie sentado a su lado, prefiere no detenerse. La curiosidad la domina y recoge aquello que tanto la distrae.

No es un libro de época, como los que se encuentran en las tiendas de antigüedades, tampoco un estuche de manicure.  Es una billetera con tarjetas de crédito e identificaciones personales.

Siente pena por quien la perdió, «reponer todos los documentos es siempre engorroso».

Cuando ella tramitó los suyos, encontró dos largas filas, una para miembros de la comunidad económica europea y otra para extra comunitarios. Se atendían solo los primeros veinte turnos, que son otorgados cada mañana antes de comenzar la jornada, para ello durmió con sus hijos afuera de la oficina. Aquella vez tuvo suerte, era verano.

Dos policías suben al vagón, se pasean con sospecha de arriba abajo.

Lentamente se le hiela el cuerpo, no sabe que es mejor, si entregar, tirar o quedarse momentáneamente con la billetera.

Busca su cédula, no la encuentra, la olvidó al cambiar de cartera, cuando salió de casa.

-¡Ahora sí! -piensa- ¿quién me creerá todo esto?

Los policías se aproximan, uno jala de un pastor alemán que lo lleva y trae hacia los costados. El perro jadea y ladra al oír el sonar de un móvil.

El metro hace su parada. Ruperta va a salir a toda velocidad, cuando una anciana le pide la hora; mira nerviosamente su reloj, contesta. Se cierran las puertas, dejan un ligero viento delante de sus narices, queda su imagen informe por el espesor de los cristales.

El perro huele cada rincón. Los policías dicen a un joven que baje los pies del asiento, este contesta con alza voz. El perro ahora mueve la cola, mientras juega con la pelota que un niño deja caer.

Unas monjas susurran oraciones, el rezo se dilata, se hace eterno, sin variación en el tono.

El perro deja de ladrar, queda frente a ellas moviendo la cabeza, tratando de entender esa frecuencia lineal.

Ruperta siente que un relámpago viaja desde su nuca, estalla en sus nalgas y retumba sobre sus sienes, llevándola a una de sus memorias.

Se observa sentada delante de una mesa con alguien al frente que le pregunta cuál es el sueño de su vida.

Ruperta la mira sin entender el motivo de lo dicho por la empleada y contesta maquinalmente: «Quisiera hacer un espectáculo donde bailarines, actores, músicos, artistas de varias partes del mundo, nos unamos en una oda a la vida»

Su interlocutora la contempla y continúa en inglés:

-¿Qué esperas de este trabajo?

-Sentirme útil.

-¿Y tu experiencia laboral?, agrega la empleada.

-He hecho entrevistas invadiendo telefónicamente espacios íntimos.

He vendido pompas de ilusión en una empresa llamada La ilusión del buen vivir; un producto que al tacto se desmorona, es efímero como las pompas de jabón.

Cuando lo tienes brinda un placer indescriptible, te crees importante y el delirio de poder te lleva a acumular objetos, productos en tu despensa, llenar tu ropero. Comprar, comprar, comprar, en aras de la felicidad. Pero no basta. Deseas más y más pompas. Te conviertes en un adicto a la ilusión del buen vivir.

Se detiene el metro, abre las puertas, Ruperta escucha que es su parada, duda si bajar o no.

Aprieta manos, mandíbulas. Junta los dientes unos sobre otros. Las orejas las siente calientes, gotas de sudor aparecen debajo de su nariz, sobre su frente, algunas ya se deslizan.

Se pregunta nuevamente « ¿bajo? », cierra los ojos buscando una respuesta y ante el temor de que cierren las puertas, sale rápido.

Aun está con la billetera en sus manos, como si cargara una daga ardiente.

Busca el teléfono de la persona entre sus documentos, marca el número; mientras lo hace, recuerda que su acento es diferente. Cuelga.

-¡Mi billetera! -le reclama una señora.

Ruperta, sin escape alguno, no lo puede negar; ella la tiene. Dirige su rostro hacia  aquel reclamo.

-¡Démela! -le dice con tono insistente.

Es la anciana que le preguntó la hora en el metro, cuando sus pies imploraban libertad.

-¡Ahora sí! -piensa Ruperta- ¿quién me cree todo esto?

Fin

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