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(Para el maestro Cortázar)

 

Llevaba algún tiempo leyendo la novela. En el tren de regreso a la finca volvió a abrir el libro, que iba interesándole cada vez más a medida que la descripción de los personajes avanzaba.


Esa tarde, luego de preguntarle al mayordomo si su mujer había dicho algo o llamado desde la cabaña, entró sin más novedad en la quietud de su estudio que daba hacia el bosque de los cardos. Se acomodó en su sillón favorito y vio cómo el mayordomo cerraba servicialmente la puerta.


Con la más envidiable relajación para entregarse a la lectura, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el cuero sedoso del espaldar, mientras la otra le guiaba hacia los últimos capítulos. Visualizó sin problemas todas las situaciones y los personajes que interactuaban. Las palabras ya eran para él imágenes y las hojas fútiles obstáculos que le impedían conocer lo que sucedería más adelante, hasta hacerlo sucumbir ante la ansiedad de sus dedos que, erotizados, tocaban el papel con mayor delicadeza mientras se morían a la vez por desentrañar toda esa orgía verbal.

 

Vio frente a sí la cabaña del monte. La mujer estaba adentro tomándose un whisky. Había visto venir al hombre y prefirió entrar antes que recibirlo en la puerta, como lo hacía siempre. El hombre lucía cansado y sudoroso. La tela de su traje tenía muchas cortadas y rasgaduras producidas por un bosque espinoso que debía atravesar antes de llegar a la cabaña. La mujer lo quiso provocar con la misma complicidad sensual de siempre, pero sabía que él no había venido en esta ocasión para satisfacerla. Ni las caricias que enroscaban su cuerpo ni el vaso aún frío que ella le pasó por la espalda, le quitaban de la cabeza la impresión de que esta historia no acabaría jamás, y de que él estaría destinado a cargar con todo ese juego hasta el fin. Y fue así que mientras bailaban su último vals, un repentino movimiento de las llaves que llevaba en su bolsillo fue suficiente para recordarle su ineludible deber.


Con todo el esfuerzo del mundo, el hombre bajó la pendiente, cuidando de rasgarse lo menos posible su vestimenta hasta traspasar sudoroso el inmenso porche de la finca, abrir la puerta, subir hasta su pieza, cambiarse de ropa, y tocar la puerta del estudio que daba hacia el bosque de los cardos, para decirle a su amo –quien se hallaba extasiado leyendo la última línea- que la cena estaba servida.

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