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“Seguramente ésta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Postales y Radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura sino decepción de que sean ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron…”

 

Su corazón dio un vuelco al escuchar estas palabras. Se estremeció tanto o más que cuando la primera explosión proveniente del Palacio de la Moneda –a no más de un par de cuadras de su café–, comenzó a sepultar un gobierno naciente, un gobierno nuevo.

Escondido detrás de la barra veía desfilar los vehículos militares escoltados por hordas de soldados y se llenaba de indignación al saber que eran sus compatriotas. Cubriéndose la cabeza con cada explosión, trataba de explicarse qué motivaba a esos chilenos que juraron defender a su país, a hacerle tanto daño; destruyendo el edificio gubernamental, al que debían devoción, y, con éste, los sueños y aspiraciones de igualdad de un pueblo entero. Acabando con la humanidad e inocencia que aún vagaban, esperanzadas, por las calles de Chile.

 

“… ante estos hechos sólo me cabe decir a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo...”

 

La radio continuaba sonando una vez que la traición terminaba su desfile por enfrente del local. Temblando de miedo se irguió detrás de la barra para contemplar la avenida, donde aún las marcas de los tanques y las botas se exhibían en medio de la calle, llenas de oscuridad y deslealtad… dicen que hasta el día de hoy siguen latentes en el pavimento. Miró a su alrededor: tazas y vasos volcados evidenciaban el daño hecho sólo por el marchar de las fuerzas armadas. Asintió y caminó hacia la puerta de entrada, mientras su corazón comenzaba a palpitar airadamente y su ceño se fruncía de rabia. A medida que pasaba junto a las mesas, fue levantando la loza volcada en cada una de ellas, como si eso sirviese de consuelo, como si ese pequeño acto fuera a dar algo de orden al caos en el exterior.

 

“… me dirijo, sobre todo, a la modesta mujer de nuestra tierra, a la campesina que creyó en nosotros, a la abuela que trabajó más, a la madre que supo de nuestra preocupación por los niños. Me dirijo a los profesionales de la Patria…”

 

Una explosión ensordecedora enturbió el mensaje que venía a continuación, y estremeció su temple y su cuerpo, casi tumbándolo. Afirmado de una mesa, escuchó cómo continuaba la transmisión.

 

“… me dirijo a la juventud, a aquellos que cantaron y entregaron su alegría y su espíritu de lucha. Me dirijo al hombre de Chile, al obrero, al campesino, al intelectual, a aquellos que serán perseguidos…”

 

A aquellos que serán perseguidos”, pensó, mientras abría la puerta principal de su café con el alma llena de amargura, pues sabía que esa iba a ser la última vez que atravesase el pórtico: la campana que pregonaba la llegada de un nuevo cliente, permanecería muda desde ese día en más. Abrió la puerta y, embriagándose del mortuorio tañido y del olor a fuego e impotencia, escuchó.

 

“… seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria…”

 

Puso un pie fuera de la seguridad de su café y a su derecha vio el Palacio de la Moneda, rebosante de balas y desesperación. El nudo en su garganta se transformó en llanto, mientras caminaba hacia las columnas de humo y veía cómo las hordas de gente desolada que trataba de impedir lo inevitable, era reducida por el yugo de los uniformados. Tensó la mandíbula y los puños, escuchando el jolgorio victorioso de un grupo de soldados a lo lejos.

Su respiración se aceleraba y el llanto se volvía incontenible con cada paso; sentía un vacío enorme en el pecho, un vacío que llegaba a doler con cada inspiración. De pronto, los lúgubres pasos fueron transformándose en airadas zancadas y se vio corriendo hacia el grupo de militares que, con el sucio orgullo que les profería una falsa victoria, se palmeaban mientras hacían guardia frente a los escombros de La Moneda pisoteando la identidad de un pueblo entero. Cegado por una rabia irrefrenable, lanzó un grito que le desgarró la garganta y se abalanzó hacia uno de ellos, tumbándolo y arremetiendo contra su rostro manchado de hipocresía, frente a la atónita mirada de sus camaradas. Golpe a golpe fue librándose del vacío que inundaba su corazón, llenándolo con justicia. Sentía los puños en carne viva y los ojos le ardían por tantas lágrimas contenidas: pero no se detuvo.

Un disparo rasgó el aire y el hombre cayó de espaldas. Por el agujero de su pecho, ahora se filtraba la impotencia y la rabia. Aquellos sentimientos que le asqueaban, salían a borbotones de la herida teñidos de rojo. Ahí, viendo el cielo nublado por última vez, escuchó a lo lejos.

 

“… trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor…”

 

Cerró los ojos y, sonriendo, sintió cómo las últimas ráfagas de balas, caprichosas, impactaban su cuerpo ya inerte. Con la vida pendiendo de un hilo escuchó…

“¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores! Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.”

… y descansó en paz.

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