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El profesor Roberto Azurbanipal era un tipo poco atractivo y nada simpático. De estatura superior a lo normal y desgarbado, transportaba, resignado ya, un abultado abdomen que apenas le permitía abrochar el saco del  único traje negro de todos los días; arrugado, tenia los bolsillos estirados de tanto meter sus manos en ellos mientras hablaba frente a sus alumnos; pero no sólo las manos se hubiera podido encontrar en ellos: restos de medialunas, papeles con anotaciones que ni él mismo podía descifrar, bolitas de acero, y un sinfín de cosas extrañas, eran elementos normales en sus bolsillos.

La camisa, blanca, con el cuello raído en el borde y siempre con las puntas hacia arriba, contrastaba con su perenne corbata negra, que comenzó a usar siendo muy joven, al morir su padre, y que nunca dejó de usarla.  Pero tenía algo a su favor. Era sumamente inteligente y sabía. No sólo dominaba Literatura, la materia que dictaba en el Colegio Nacional, sino que era dueño de un vasto conocimiento que le permitía intervenir en cuanta conversación tenía oportunidad. Y, además, era algo fanático de las ciencias alternativas.

Además de las clases en el Nacional, Azurba, como le decían sus colegas y sus alumnos, conducía en forma particular, un taller literario. 

El grupo de alumnos del taller estaba compuesto por cinco varones y cuatro mujeres y sus edades oscilaban entre los veintidós y los treinta años. Se podían considerar verdaderamente unos jóvenes diletantes de la escritura y más de uno descollaba con sus cuentos y novelas cortas.

Una tarde, Azurba llegó al Taller pensando en realizar un trabajo experimental, en el que aplicaría el sistema holístico de aprendizaje. Él había tenido una experiencia con este tipo de sistema de enseñanza y creyó oportuno hacerlo con sus alumnos, cosa que les propuso con mucho entusiasmo, a pesar de su seriedad y falta de gracejo en su hablar.

Convencido de ello, los indujo a aceptar la propuesta que era por demás interesante y así lo hicieron. La misma consistía en leer el primer capitulo de Metamorfosis, de Kafka, para después hacerlos entrar en estado Alfa y desarrollar la prueba. Entusiasmados con el proyecto, los noveles escritores se dispusieron inmediatamente a realizar el experimento. Una vez terminada la lectura, les hizo sentar en cómodos sillones de alto respaldo reclinables.

Con el salón casi en penumbras, puso una tenue música de fondo mientras les hablaba muy suavemente.

_Acomodo mi cuerpo... cierro los ojos y aflojo mis músculos... Aspiro profundamente y retengo el aire... visualizo el número tres y lo nombro... tres veces...: tres... tres... tres...y espiro...

Debían llegar a visualizar, en una cuenta regresiva, hasta el número uno, nombrando a cada uno de ellos tres veces. Después les haría ver – mentalmente - una pantalla como de televisión, en la que debían distinguir el animal que más les gustara, observando cada uno de sus rasgos para que, finalmente, adoptaran su figura. Hecho esto, se mirarían en un espejo imaginario y vería su transformación. Cuando estuvieran despiertos, escribirían acerca de la experiencia vivida: «Yo fui un animal», sería el título del trabajo.

Tras unos minutos de reposo, los hizo volver en sí. Los alumnos se estiraron en sus asientos, se desperezaron y encendió la luz.  Se acercó a cada uno de ellos para cerciorarse de que realmente estuvieran bien.

Todos menos Patricio estaban ocurrentes y sonreían. Se acercó a él y al tocarle un hombro, éste lo miró con recelo lanzando un pequeño gruñido. Temeroso, Azurba se alejó un poco, al tiempo que el joven se deslizaba hacia el suelo y, pesadamente, reptando, se dirigió hacia un rincón de la sala adoptando una posición fetal, para dejar oír un gruñido lastimero, mientras su lengua asomaba por su boca.

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