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¿Qué hay más allá del miedo que nos obliga a hacer las cosas que no queremos? ¿Es realmente el miedo o la redención la que nos motiva a huir de nosotros mismos?

Huir es la opción que al final nos lleva a enfrentarnos con nuestros miedos, encontrándonos cara a cara con aquello de lo que realmente huíamos.

Alice, en medio de su carrera veía como a lo lejos el tren avanzaba dejando atrás todo aquello que se quedaba, incluyéndola, continuó corriendo por unos instantes mientras su cuerpo reaccionaba ante la incapacidad de alcanzarlo, siguió caminando por el andén sin pensar en sus pasos, su mente le mostraba constantemente las cosas que la habían llevado hasta allá, pero hacía un esfuerzo consciente e infructuoso de pensar en algo diferente.

- ¡Maldita sea! -

Sintió el vacío de la ausencia y la soledad al verse rodeada de muro y concreto, giró rápidamente su cabeza buscando rostros conocidos, a lo lejos solamente vio al grupo de viajeros que acababan de llegar. Una pequeña brisa le traspasó y dejó que el viento tomara su largo y oscuro cabello rizado como si fuera un juguete, cerró los ojos un instante y aspiró profundamente, deseaba adueñarse de todo el aire del lugar tratando de limpiar sus pulmones, limpiar su vida, borrar el peso que llevaba, un lastre que la hundía en abismos cargados de demonios, los suyos propios, de los que pretendía huir pero que nunca la abandonaban.

Abrió sus ojos y avanzó hasta el borde del andén, era la estación de un pueblo pequeño por eso no le pareció extraño darse cuenta que podía atravesar la línea férrea y seguir hacia el campo, lo dudó un instante, lo suficiente como para observar como a lo lejos el cielo se fundía con el horizonte, saltó, cruzó rápidamente, corrió apoyando la mano izquierda en su bolso de viaje para evitar el golpeteo sobre su cuerpo, continuó tan rápido como sus piernas se lo permitían. “Huir, debo huir” le decían sus pensamientos, sentía el viento que danzaba en torno a ella y las lágrimas que se abrían paso por sus mejillas. “Libertad, Dios necesito ser libre”, no sabía si había dicho eso en voz alta o lo estaba gritando en su mente.

Sus pulmones y piernas no daban más, quería volar, reventar su cuerpo para que escapara el alma, pero era demasiado, cayó al piso sin aliento, con la respiración entrecortada, con los espasmos del llanto incontenible, quiso morir, no como lo había hecho en mil ocasiones sino por una última y definitiva vez, se revolcaba en el pasto como si el dolor del alma se reflejara en su cuerpo, maldijo a Dios, a la vida que se empeñaba en retenerla, a quienes conocía, a sí misma, a sus pensamientos que eran púas cargadas de veneno.

Finalmente se quedó vacía tirada sobre aquel prado dorado mientras su mente se aclaraba, sabía la razón por la cual huía, no era de su vida como asesora jurídica, ni de la corrupción política en la que se había inmiscuido, era de ella misma, de su incapacidad para enfrentar a aquellos a quienes algún día había idolatrado, dioses con pies de barro que se derrumbaban en la medida en que crecían, tampoco era de los pequeños crímenes que vio organizados.

Se levantó lentamente sobresaltada por el sonido lejano del nuevo tren que llegaba a la estación, a pesar de su carrera no se había alejado más de ochocientos metros del lugar, se arregló un poco sacudiendo las briznas de pasto seco que tenía en su ropa y las lágrimas liberadas que se estancaron en sus ojos. Miró nuevamente hacia la estación, luego a su reloj de pulsera, “Las dos de la tarde”; aspiró profundamente como si el aire hablara en sus pulmones, por un instante se sintió liberada de una parte de su pasado y empezó a caminar, no hacia el tren, sino en sentido contrario, hacia el cielo al final del horizonte. Por alguna razón sabía que ya no importaba el camino que escogiera para hallar lo que buscaba, ya no importaba alcanzar a aquel tren, ahora era consciente que solamente sus demonios la acompañaban.

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