El humo ocre del cigarro me hizo recordar.
Un chico de dieciséis años, queriendo parecer de dieciocho.
Cabello oscuro y desaliñado, ojos grandes y negros como los de Anabel.
Cuerpo largo, desgarbado, barba apiñada.
En el bolsillo trasero izquierdo guarda dos lápices, un pincel, una hoja doblada en secciones y una mochila hippie donde carga su vida entera.
¡Dibujante!
Es la palabra con la que se vende.
Tres monedas fue su último trabajo.
Paisajes, rostros, avisos, retratos.
—¡Todo lo que necesite de mi arte, a la orden!
Ramón camina parques, calles, bosques y humedales, buscando la inspiración más pura:
esa que brilla como una gota de agua en la espesura virgen de la selva.
Es un cazador insaciable de imágenes,
un depredador de acuarelas y colores.
—¡Te tengo!
—¡Te TENGO!
—¡Te ten…
Celebra sus hallazgos más ínfimos, pero ese mismo golpe espontáneo que le enciende, con unas cuantas pinceladas lo consume todo.
La inspiración es un abismo oscuro detenido en el tiempo, un instante que se abre y se cierra en un parpadeo.
Ramón frunce los labios, cierra los ojos con expresión derrotista.
Otra vez voló.
La inspiración besó su pincel, le rozó los labios con una gota de acuarela… y se marchó.
Él queda solo, con el humo en el aire y la certeza de que volverá.
en algún momento lo hará...