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Faltaba poco para medianoche cuando Andreína cerró la puerta. Su alcoba era como su bunker, su refugio. No la compartía con nadie y solamente entraba allí aquel a quien ella autorizara, además de su mamá que usualmente lo hacía a sus espaldas para hurgar en lo ajeno. El espacio no era muy amplio. Había una cama individual con su mesita de noche, un closet, una peinadora con su banquito, un radio, un escritorio repleto de libros y cuadernos, y unas paredes tapizadas de afiches y fotografías que revelaban sus sueños de adolescente.

Le gustaba leer un rato antes de dormir, pero había tenido un día ajetreado, acababa de llegar del cumpleaños de su amiga Cristina, estaba cansada y debía levantarse temprano para ir al colegio. Se acostó, se persignó más por costumbre que por devoción, y bostezando apagó la luz de la lamparita. Se dio media vuelta y abrazó la almohada dispuesta a rendirse en los brazos de Morfeo, pero demasiado pronto algo ocurrió…

-Irma, sé que eres tú, pero vete por favor porque estoy muy asustada, -balbuceó Andreína presa de pánico, tratando de levantar su brazo por encima de la mesa de noche para encender la luz de la lamparita. Su esfuerzo fue inútil, no cuajó más allá de la intención. Ella estaba despierta, de eso estaba muy segura. A lo sumo tenía un par de minutos en la cama y apenas cerraba los ojos cuando sintió que su amiga de la infancia la besaba en la mejilla derecha. La sensación de aquel contacto físico, real y tangible, porque además lo escuchó, le recorrió el cuerpo de pies a cabeza. Quedó inmóvil. Estaba totalmente erizada y tenía los ojos abiertos de par en par tratando de avistar algo inusual en la oscuridad de la alcoba. Quería levantarse, gritar. Sabía que si lograba hacerlo alguien en casa la escucharía y vendría a ver qué le ocurría, pero el cuerpo le pesaba toneladas, estaba muda y no podía moverse. Súbitamente, el miedo se esfumó sin dejar rastros, dando paso a una indescriptible sensación de paz infinita, una especie de sopor, que se hizo cargo de Andreína. Entonces, sin reservas se entregó a un sueño profundo hasta la mañana siguiente.

Ella estaba acostumbrada a aguantar los regaños de las monjas por llegar tarde, a pesar que vivía apenas a dos cuadras del colegio. Ese era siempre el argumento. Sin embargo, aquella mañana prácticamente devoró el pavimento para apostarse en el portón de entrada y esperar allí a su prima Esther, quien sí era ejemplo de disciplina y puntualidad. No tuvo que esperar mucho tiempo, 10 minutos a lo sumo, cuando finalmente llegó el transporte de donde salió disparada Esther con una extraña expresión que se confundía entre la angustia, la sorpresa y la alegría, y todo tenía una razón de ser, como pudo enseguida comprobar Andreína.

-Prima, ¡qué bueno verte tan temprano! Entremos de una vez y vámonos directo a la Capilla antes que llamen a hacer filas, -le dijo Esther halándola por el brazo sin dejarla replicar, al tiempo que soltaba su perorata- necesito urgentemente hablar contigo, tengo que contarte algo muy extraño; bueno, extraño no, raro, rarísimo, algo como del más allá que me pasó anoche, o mejor dicho, a medianoche. Estoy muy asustada, fue algo que no logro entender por más que le he dado vueltas a la cabeza. ¡Lo único que sé es que fue Irma! Sí, Irma, y no me mires con esa cara de espanto porque sé que fue ella misma quien agarró mi mano con la suya para sacarme el dedo de la boca. ¡Ay sí!, no me molestes, tú sabes que por más que he tratado, me sigo chupando el dedo mientras rezo antes de acostarme a dormir.

Bueno, está bien, ¡qué asco!, pero tú sabrás qué es lo sabroso de chuparse el dedo, fue lo único que atinó a decir Andreína mientras Esther hacía una pausa para oxigenarse tras semejante verborrea, pues a pesar de ser tan impulsiva, no fue capaz de interrumpir más ampliamente el relato de su prima para contar su propia historia. Estaba impresionada. No entendía qué estaba pasando, le era imposible hilvanar una explicación sensata, mucho menos cuando conservaba intacta la sensación de la presencia de Irma y ahora escuchaba menuda confesión.

Niña, ¿me estás escuchando? –preguntó Esther mientras se arrodillaban en uno de los bancos de la solitaria Capilla del colegio- porque parece que estuvieras en la estratósfera, y si no me quieres crees, está bien, no me creas, pero yo no estoy loca, y aunque era tardísimo y estaba muy agotada, te juro que lo que pasó es real y que fue Irma quien me agarró la mano para sacarme el dedo de la boca.

¿La viste?, -preguntó Andreína temerosa sin voltear a mirarla de frente.

Claro que no la vi, todo estaba oscuro y de paso yo tenía los ojos cerrados, pero la sentí, sé que era ella. Me aterroricé. Mi primer impulso fue salir corriendo al cuarto de mi hermana, pero ni yo entiendo qué pasó, no lo sé, de pronto sentí como si me estuviera desmayando y creo que me dio tiempo de pensar que era del susto, pero no creo que haya sido eso porque la sensación era sabrosa, relajante, de mucha paz, como esa que la abuela llama sopor, y de pronto me quedé dormida sin sobresaltos hasta esta mañanita cuando sonó el despertador.

Prima, te creo, te juro que te creo, y de verdad no puedo entender cómo hizo Irma para estar al mismo tiempo en dos lugares diferentes, -atinó a decir Andreína comenzando a llorar.

-No te entiendo, ¿qué me quieres decir?, ahora sí es verdad que no entiendo nada, -dijo Esther persignándose tres veces seguidas sin parar.

-¿No te pareció raro encontrarme tan temprano esperándote en la puerta del colegio?, -preguntó Andreína sin esperar respuesta- pues es que estaba desesperada por contarte que anoche, o mejor dicho a medianoche cuando apagué la lamparita para irme a dormir, Irma entró en mi cuarto y me dio un besito en la mejilla, y me asusté mucho, muchísimo, me aterré, creo.

-¿Y tú la viste?, quiso saber Esther entre sorprendida y curiosa.

No, no la vi, pero era ella, sé que era ella, y también sé que me entiendes porque te pasó prácticamente lo mismo. Además, creo que yo no podría describir mejor que tú esa extraña sensación de paz que me invadió de pies a cabeza después de sentir tanto pánico, -respondió.

Sí, fue algo como mágico, raro pero sublime, -dijo Esther aún más confundida, invitando a su prima a rezar un Padrenuestro por el alma de Irma, amiga común de la infancia, quien había fallecido hacía seis meses a consecuencia de una extraña dolencia que la tomó por sorpresa. Juntas eran conocidas entre las compañeras como las inseparables Tres Mosqueteras.

Tras unos minutos de oración y algunas lágrimas, se levantaron para echar andar en silencio hacia el patio donde las alumnas formaban filas para entrar a los salones de clase cuando sonara el timbre. Iban cabizbajas, pensativas. Sin haber cruzado una palabra al respecto, ambas sentían que aquella manifestación de Irma iba mucho más que una muestra de afecto.

Andreína, ¿qué fecha es hoy? –preguntó de pronto Esther deteniendo el paso.

¿Hoy?, a ver, si no me equivoco, hoy es jueves 11 de noviembre, -aseveró Andreína.

¡Claro! ayer fue el cumpleaños de Cristina, 10 de noviembre, ¿y sabes qué más?, pues que ayer Irma cumplió seis meses de muerta y yo ni siquiera me acordé, no le encendí su velita como lo hago cada mes y tampoco le recé sus oraciones, -recordó avergonzada por tan imperdonable olvido, mientras se enjugaba las lágrimas que brotaban sin pedir permiso.

-Sí, prima, una mala jugada de la memoria, -acotó Andreína en voz baja, quien en cuanto se le pudo escurrir a Esther, regresó en solitario a la Capilla para pedirle perdón a Irma por su imperdonable olvido y, con Dios como testigo, decirle que la liberaba de la especie de ritual que unilateralmente casi le había impuesto, cuando reunía sobre su cama fotografías, tarjetas, libros y cuanta cosa tuviera que ver con su entrañable amiga, para rendirle homenaje los 10 de cada mes.

Mi amiga del alma, la mejor; mi aliada y confidente en las buenas y en las malas, -se despidió Andreína antes de abandonar la Capilla- siempre te voy a querer, siempre te voy a recordar, pero con ese besito tan dulce que me regalaste anoche, te libero para siempre. Descansa en Paz. ¡Amén!

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