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Un hombre inesperado  de "Los Hombres Huecos"

 “Me vi caminando guardando distancias,
que sólo mostraban la complicidad
de besos furtivos, de manos con ansias”.
Pablo Milanés

Leonardo tomó el taxi en una calle desierta, lejos de su casa, sin saber adónde ir en realidad. “Vaya de frente”, le dijo al chofer. Desde la ventanilla veía que la gente, aturdida por el frío húmedo de la ciudad, caminaba a esas horas con prisa, empeñada en desaparecer. El cielo, además, anunciaba la diaria y triste garúa invernal. Leonardo decidió, entonces, ir a la avenida de siempre y buscar allí a la figura indicada para esa noche. Esperaba sólo no asustarla, como ya había ocurrido en el pasado.

Sí, no era su primera vez, así que tampoco estaba nervioso, quizá algo pensativo, pues quería que la figura, esta vez, fuera diferente, no sabía en qué pero diferente. ¡Qué ironía! Encima debía encontrar a alguien especial en el poco tiempo que tenía, antes de regresar a su casa. ¿Lo haría?

El taxi lo dejó al inicio de la avenida y él aspiró el aire oxidado de la noche, se embozó la chalina que envolvía su cuello e empezó la caminata con trancos largos, decididos. La primera figura se asomó tímidamente hacia el final de la cuadra, en el cono de luz del alumbrado público. Sin embargo, él ya había descubierto sus formas toscas y desproporcionadas-una así no tendría nada diferente que ofrecerle- y, sonriendo, se dijo que no se le acercaría ni en sueños. A lo mejor, eso sí, podría hablarle, aconsejarle que se dedicara a otra cosa.

Al comprobar que nadie reparaba en ella, la figura se ocultó de nuevo entre las sombras y él, mientras la dejaba atrás, ojeó las manijas de su reloj: apenas las doce. ¿De qué se preocupaba? No había motivo, ¿no? ¿Acaso alguien notaba su ausencia cuando salía a esas horas de la casa?

Las tres siguientes las encontró después de dos cuadras. Estaban paradas frente a un pub de luces multicolores, bailando al ritmo de la melodía estridente que salía de allí. Para su mala suerte, ¿o era un castigo?, las nuevas figuras eran inusualmente altas y cuerponas. Esbozó otra sonrisa. “Demasiado para ser mujeres”, susurró a un paso de ellas. Pero ¿acaso no sentía compasión por estas siluetas que tenían que inventarse lo que no eran para sobrevivir? “Mi amor, ¿quieres salir?, le dijo una de pómulos anchos y labios gruesos. Hago lo que me pidas, ¡ah!”. Leonardo no se inmutó, ni siquiera cuando, al pasar a su lado, la figura de voz tramposamente femenina estiró un brazo como para capturarlo. Era consciente de que estas cosas podían ocurrir, no debía desanimarse más bien, ya encontraría a la que había venido a buscar.

Unos adolescentes cruzaron la avenida a sus espaldas, tambaleándose,  y se acercaron a las siluetas travestidas chillando como locos, y ellas los rodearon con risas y vozarrones.            Durante algunas cuadras no percibió el menor movimiento. Era normal que las figuras cambiaran de lugar, en un momento estaban aquí y al otro no se sabía dónde. “Por su misma seguridad”, pensó. Había muchos que querían hacerles daño. Él no, jamás se lo permitiría. Aunque el vacío de las calles se debía también a que era una noche de domingo, en la que uno se arriesgaba a regresar a su casa con las manos vacías. Sólo que siempre salía aquel día y a esas horas por dos razones. Primero, porque en el desierto de las calles-al amanecer todo el mundo iría a trabajar-no tenía que preocuparse de que alguien lo reconociera; además, habría menos gente en pos de sus propias figuras y más posibilidades de escoger para él. Segundo, porque el domingo era un día de gran actividad en la casa; apenas entraban en sus cuartos, todos caían profundamente dormidos, lo que le permitía escabullirse sin el peligro de ser descubierto. No, tampoco debía abusar, pues quién sabía si algún día no recibiría, sí, un justo castigo.

Aceleró la marcha. En ambas veredas laterales, las casas, edificios y negocios eran moles de esporádicas luces, así que, para tener una mejor visión, Leonardo resolvió avanzar por la amplia vereda central, donde hasta se sentiría protegido por los árboles boscosos que allí hormigueaban. Una cuadra después, volvió a sonreír. Las nuevas figuras se le mostraban a unos pasos, en una acera lateral, a la sombra de unos establecimientos de comida rápida, confundidas con los clientes, como si no las delataran sus trajes obvios e inquietantes.

Pero ¿se daba cuenta de que, por más que quisiera darles una ojeada de cerca, ellas sí que no estaban destinadas para él? ¿Qué pasaría si en esos restaurantes hubiera alguien que lo reconociera? Lo mejor era seguir de largo. Al cabo de un centenar de metros, Leonardo avistó que otras dos siluetas se insinuaban en la próxima esquina, donde un cono de luz las bañaba mediocremente, y se lanzó por entre los árboles hacia allá. Al verlo, las figuras se sobresaltaron. Él creyó, por un instante, que ellas se habían fijado en su cuello, pero, al tocarse la chalina, comprobó que ésta aún se lo cubría. Tal vez aparecer así, de improviso, las había asustado.

Leonardo también se sorprendió. Había una ruma de ellas que no se advertían desde la avenida, desperdigadas hacia el fondo de la callejuela transversal. “Hola”, les dijo a las de la esquina. Una vestía un enterizo en el que sus carnes se descolgaban por todos lados y la otra permitía curiosear, a través de un escote, las protuberancias desmedidas de su pecho. Ellas le contestaron el saludo, agitando sus cráneos, como si fuera parte de una rutina. En ese momento, empezó a lloviznar. Las dos figuras se le quedaron mirando con desinterés, mientras las demás iban a protegerse bajo los dinteles de las casas. Leonardo se preguntaba por qué no  hacía algo por ellas como lo hacía normalmente por otras personas.

Si se morían de frío, podría ayudarles a encontrar un refugio, ¿no? O si tenían hambre, darles algo de comer. O si venía la policía a fastidiarlas, a quitarles su dinero sudado a lo largo de la noche, defenderlas. ¿Por qué, en cambio, sólo atinó a decir la bendita palabra cuánto? La del enterizo viró el rostro sin contestarle y hundió su mirada en la penumbra de la calle, ¿asqueada de escuchar siempre lo mismo? La otra le espetó sin un mínimo de aversión que el precio era de cinco billetes, incluido el hostal. ¿Quería? Las figuras bajo los dinteles conversaban, fumaban y masticaban chicle, esperando la llegada de nuevos hombres, como si no tuvieran más remedio. Por su parte, Leonardo ya había decidido.

Giró sobre sus talones y volvió a ajustarse la chalina antes de continuar. Un día cualquiera se hubiera ido con una de ellas, pero sabía perfectamente que la que buscaba esta vez debía tener algo que las otras no poseyeran, no ser una más. Estaba a punto de regresar a la vereda central, cuando detectó que unas figuras inéditas se habían colocado en la esquina siguiente, y, mientras se encaminaba hacia ellas,  unas camionetas irrumpieron bruscamente en la avenida, con unas sirenas azuladas y de estrambóticos sonidos. Leonardo no se alteró. “Sería lo peor”, se dijo. Y un desastre si lo cargaban y descubrían que... ¿Le creerían si argumentaba que estaba por allí de pasada? “La Policía”, había ululado ya una de las siluetas y todas las demás arrojaron sus cuerpos trajinados hacia cualquier dirección. Leonardo, que ni siquiera se había detenido, observó cómo las que no lograban escapar eran insultadas, jaloneadas de los cabellos y la ropa y empujadas hacia las camionetas.

Un par de uniformados robustos se volvieron hacia él al descubrirlo, y, sin estudiarlo mucho, continuaron con su labor, varas en mano. “Lo siento, murmuraba él, alejándose apenado. No, no puedo hacer nada”.

Las moles de casas y edificios se sucedían monótonamente y, a pesar de la vacuidad que encontró en las cuadras siguientes, Leonardo tampoco se inquietó. “Lógico, pensó. Sería estúpido arriesgarse con la policía por aquí”. ¿Debía seguir? La tenue garua no lo incomodaba y sólo empezó a dudar, cuando, a pocos pasos, sintió una angustia comprensible. Es que, en realidad, habían sido contadas las veces que había recorrido grandes distancias sin encontrar nada. Ordinariamente, el trayecto comprendía unas pocas cuadras antes de disfrutar de la figura elegida y regresar a su casa. Pero, si no fuera por estas ganas de hallar a la indicada con ese extraño no se qué, hacía rato que habría dado por terminada la noche.

A unos pasos de la esquina, brotaron dos siluetas más. Estaban envueltas en largos abrigos y avanzaban tranquilas hasta la mitad de la pista como para llamar la atención de los escasos automobilistas. Leonardo pensó que, al menos, no parecían de esas que hacían escándalos por nada, lo cual no le convenía, sí, a él, que había venido con la mayor discreción del mundo. “Hola, amigo, le dijo una de las figuras regresando a la vereda, y, abriéndose el abrigo, le enseñó esos dones maravillosos que sólo Dios podía haberle concedido, te cobramos baratito, ¿qué dices?”. Él miró, hipnotizado, por unos segundos, el cuerpo desnudo, hasta que se percató de que la figura se acomodaba algo entre las piernas, que, además, tenía raramente cruzadas. Se acercó a ella y la silueta se envolvió de nuevo en el abrigo.

A este punto, Leonardo no estaba seguro si también ese rostro acicalado o aquella voz aflautada eran los de una mujer. Así que para cerciorarse empleó un recurso que sólo la experiencia le había enseñado a usar. Estiró un brazo hasta situar su mano en el cuello húmedo de la que había hablado, y, mientras ella se mantenía inmóvil, con la expresión estúpida de quien no entiende algo, palpó el bulto de su garganta con un toqueteo veloz. “La nuez, murmuró, sonriendo de nuevo. La nuez nunca engaña”. “Maldito idiota”, le dijo la figura apenas se dio cuenta, y, sin dejar de insultarlo, se apartó llevándose a la otra consigo.

Dos cuadras más allá, Leonardo volvió a la vereda central y se detuvo a la sombra de un árbol. ¿Dudaba ahora sí en serio? Tal vez lo mejor era parar un taxi y decirle al chofer que lo llevara hasta las inmediaciones de la calle donde vivía y, al llegar a su casa, abrir la puerta con cuidado, atravesar la sala agobiada de libros, sigilosamente, subir aquellas escaleras compartidas y entrar en su cuarto y tumbarse en su pequeña cama, sin una pizca de remordimiento, con la firme intención de dormirse rápido, como siempre.

¿Había perdido las esperanzas?, ¿la angustia lo ahogaba?, ¿continuaría? ¿O acaso creía que esas salidas no tenían sentido? Quizá era absurdo eso de deambular grandes distancias por un capricho, de pagar por un placer instantáneo, por el sabor de una cálida figura que después paladeaba en el taxi de regreso y a la que, luego de ese después, ya no intentaba recordar. ¿Se había dado cuenta de que era un enfermo? Sí, él, quien menos se lo podía permitir. Sin embargo, decidió soportar la angustia sin perturbarse demasiado, como le habían enseñado que tenía que afrontar las dificultades de la vida. Se desajustó un poco la chalina y el aire ventiló el sudor que humedecía su piel. Tampoco sentía frío y las gotas de lluvia, aguijoneando su rostro, empezaban a disipar la maraña de dudas de su cabeza. Infló su pecho de nuevas esperanzas y se dispuso a abandonar el árbol, cuando, de pronto, una mano tocándole la espalda lo alarmó.

Leonardo se giró al instante y en su boca surgió un rictus de incredulidad. Jamás se hubiera imaginado que una figura así parara por las calles y menos trajeada como la veía: un corto vestido negro prensaba sus caderas generosas, sus piernas torneadas, sus pechos de diosa terrenal. Pero lo que más lo turbaba era el parecido de su rostro, redondo, de color canela y rasgos finos-¿era posible?-con el de la única mujer que había amado en la época en que aún podía hacerlo: Fiorella. Hasta el pelo, ondulado y largo, cayendo sobre sus hombros mojados, se la recordaba. Definitivamente, ella era la figura indicada.

Leonardo no se preguntó más qué debía tener de especial la muchacha. Lo veía. “Un momento, pensó. ¿Y si todo fuera una ilusión, una proyección de mi lujuria desmedida?”. No, no estaba soñando, ella era real, la tocaba y, sí, era real. La muchacha como que se exasperó con su actitud. “¿Quieres o no quieres, cariño?”, le dijo, deformando el rostro con una mueca despectiva. Leonardo, entonces, la arrastró por la avenida diciendo sí, claro que sí. Ella le comunicó el precio con hostal incluido y él siguió repitiendo, sí, claro, a eso vamos.

Dejaron la avenida y ella lo guió por las callejuelas menos iluminadas. Mientras andaban, él la espiaba de reojo. Era increíble la semejanza con Fiorella. Habían estado juntos cuatro años, hasta que ella se metió con otro. Esto lo había destrozado, pero después de tanto tiempo no le guardaba rencor. Tampoco podía darse el lujo de odiar a alguien. Sólo se preguntaba por qué una muchacha igual a Fiorella se le había aparecido así, de pronto. Quizá era una especie de regalo que, devolviéndolo a una época en que había sido puro y feliz, lo obligaba a pensar que lo que hacía en esas noches estaba mal. Sí, un regalo al que, de verdad, esperaba no ahuyentar. En tanto, la muchacha se esforzaba por entablar una conversación. “¿Cómo te llamas?”, le dijo. Leonardo no contestó. “¿Trabajas?”, volvió a la carga ella.  No, a esto él tampoco respondió. “Vaya, dijo la muchacha, lanzando sus caderas fabulosas a uno y otro lado. Si no quieres, está bien. Es extraño, casi todos buscan hablar de algo”. Sin embargo, por más que la muchacha se pareciera a Fiorella, Leonardo sabía que lo que menos quería era hablar, pues eso ya lo había hecho durante todo el día en el trabajo, incluso con gente que nunca antes había visto, y, es más, iba a seguir haciéndolo después y tal vez por el resto de su vida. “Además, qué podría decirle yo, pensó. Sí, precisamente yo”.

Se detuvieron frente a una casita estrecha que exhibía el cartel luminoso de Hostal. La rala lluvia amainaba ya sobre sus cabezas. Había dos tipos sembrados en la puerta, que al verlos se apartaron bostezando, casi sin fijarse en él, sólo en ella, a quien examinaron de las caderas para abajo. Una escalera de paredes descascaradas los llevó hasta un piso totalmente lúgubre. En el rellano, la muchacha tocó un timbre ruidoso. Un hombre de baja estatura y aire provinciano asomó su cara desvelada por una ventanilla que recortaba la pared . “Tienes que pagar ahora, mi vida”, dijo la muchacha y Leonardo metió una mano a sus bolsillos. El hombre abrió la reja eléctrica que conducía a los cuartos presionando un botón y les entregó una llave numerada y unos retazos de papel higiénico.

Caminando hacia la habitación, Leonardo se dio cuenta de que los ambientes monótonos, fríos del hostalito le recordaban el lugar donde vivía. Eran sitios estructuralmente parecidos, igualados en unos momentos por la insonoridad y, en otros, por la recurrencia de visitantes. Sonrió. ¡Qué cosas se le ocurrían! Quizá el hecho de haberse topado con una figura con el rostro de Fiorella lo había idiotizado. Hacia el final de un corredor, la muchacha se coló por una puerta que repetía el número de la llave. En la habitación encontraron una cama angosta y una vieja silla de madera, donde la muchacha se sentó y se sacó los tacones, como preparándose. Él, en cambio, se quedó estático junto a la puerta, con un último resquicio de duda. “En todo caso, por qué ella”, pensó. ¿Por qué Fiorella había acabado así, como una figura más?”. Pero ¿podría, refrenando sus deseos, rescatarla de la calle, ayudarla como a tantos otros e indicarle un nuevo camino? Volvió a sonreír. ¡Qué estupideces se le cruzaban por la cabeza! Ella no era Fiorella. Además, él había venido por una sola cosa, por una simple y rápida necesidad.

La muchacha, que desde hacía rato lo miraba intrigada, se levantó de pronto y, encogiéndose de hombros, se quitó el vestido sin apuro, enseñándole los fantásticos cuencos que lo aguardaban, tal vez para animarlo. “¿Qué esperas?”, le dijo, y a Leonardo, a partir de ese instante, nada, ni siquiera el pensar que podían descubrirlo, lo detendría. “Quítate todo”, le ordenó a la muchacha, y ella, obedeciendo en el acto, se deshizo de su truza y su sostén y él, admirando ese cuerpo extraordinario, fue llevado a una especie de limbo abrasador, donde le hubiera gustado arder por siempre. Ella, al cabo, se echó sobre la cama y lo llamó con una mano. Leonardo, entonces, se despojó de la chalina con suavidad, como para hacerle menos grave el impacto de lo que vería, y se le aproximó. Y, sólo en ese momento, la muchacha pudo descubrir lo que había en el cuello de él y, con la boca desmesuradamente abierta y convirtiéndose en una suerte de biombo humano, replegó el cuerpo sobre sus piernas, para cubrirse. “Eres, eres, dijo balbuceando, pasmada, mientras sus ojos no paraban de pestañear, incontrolados, como si estuviera viendo una sombra sin cara, un fantasma improvisado, no...no me digas que tú eres un...un...un...”.

Y él, tocándose la garganta, recordó que había estado todo el día tan ocupado que no tuvo tiempo ni ganas para cambiarse de ropa y, bufando, sonrió de nuevo. “Tranquilízate, por favor, le dijo y, quitándose la cinta dura del cuello, se la acercó. Vamos, esto no te tiene por qué asustar. Mejor apúrate, ¿quieres?, que debo ir a dormir. Mañana tengo que hacer misa temprano”.

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