Un vaso roto en el piso, sus restos brillantes esparcidos por todas partes. El charco de cerveza reflejaba a dos personas, una pareja.
- ¡Mira lo que hiciste!, ¡lo único que haces es dejar la cagá! - unas cuantas bofetadas resonaron en la casa, junto al bombo de una alegre cumbia.
- Pero… pero… - intentó decir la mujer, entre sollozos impotentes.
- ¡Pero nada Camila! -bofetada- Ahora fue el vaso, endenantes que me perdiste la plata, anteayer que me metiste los cigarros a la lavadora -hizo el ademán de golpearla, un grito quedó a mitad de camino en la garganta de la mujer-. Ni a golpes aprendes que no podemos estar botando la plata.
Camila estaba tirada en el piso, su pantalón empapado con una mezcla de cerveza y orina. Tenía algunos pedazos de vidrio enterrados en las piernas, pero no quería moverse. Cada vez que su esposo se ponía así ella quedaba bloqueada… y cómo no, si hasta hace sólo unos meses le juraba amor y protección eternas. Eran jóvenes y, apenas contrajeron matrimonio, se fueron a vivir a una población en la periferia de Santiago. Una pareja humilde, que dejó atrás la “estabilidad” de la vida en familia para seguir su “destino”; llenos de sueños y metas, todo se transformó en pesadillas y decisiones a medias.
- Piensa en nuestra guagüita amor – dijo ella temblando, a la vez que se acariciaba el vientre.
- En él pienso, en él -respondió, con la mirada perdida-. Tú eres la que no lo hace, mira que botándome la cerveza, que rompiéndome los cigarros… ¿crees que yo cago plata acaso?
- Pero Mario, estas son cosas que pasan… -se intentó poner de pie- son cosas que pasan.
- Es que vienen pasando desde siempre… -la ayudó a pararse y a sacarse los pedazos de vidrio que tenía incrustados, luego se sentaron en el viejo sillón que tenían junto a una maltrecha mesa de centro y justo en frente de un televisor de cuarenta y cinco pulgadas.
- Perdóname amor -continuó-, sé que de repente me pongo medio violento, pero es porque te amo. Porque quiero que cambies para bien y que podamos cuidar bien a nuestro cabro chico, ¿me entiendes? -ella asentía con los ojos llenos de lágrimas- Pero no llore pues, si le juro que no lo hago con mala intención. Venga, venga… vamos a limpiarnos la carita -sollozos- Tranquila mi vida, yo después limpio acá.
Una noche de sexo, unos cuantos días bien, y a los dos meses un cuerpo más en el barrio. Bueno, dos la verdad, porque, al poco tiempo, los hermanos de Camila vinieron a cobrar. Recuerdo que esa mañana desperté aturdido a la seis de la mañana por los disparos. Conté, más o menos, veinte cuando me desperté, no sé cuántos más habrán sido antes de eso. También escuché el escape en camioneta de los atacantes. Cuando salí hacia el paradero aún se podía sentir el olor a sangre y neumático.
Me dirigía a la universidad con muchas cosas en la cabeza, tantas que no podía escuchar ni la música en mis audífonos. Pasó la micro y, saludando al chofer, pagué el pasaje al subir; busqué un asiento, mirando de vez en cuando a la gente que al igual que yo, empezaba un día más. Elegí el del fondo en la esquina, ahí nadie te molesta para pasar por si se quiere bajar antes y, como todos se bajan en el centro de la comuna para tomar el Metro, no molesto a nadie al salir. Intenté ponerme a estudiar, aprovechando el tiempo muerto del trayecto, pero entre las pocas horas de sueño, mi abrupta despertada y el contar tantas muertes no me lo permitieron. La pareja no duró ni medio año, antes de eso un hombre había atropellado al hijo de una traficante por andar asustando a los autos que pasaban, al responsable lo mataron en el calabozo la misma noche que lo llevaron para investigar, algunos ajustes de cuentas por allá en la esquina también, el muchacho que apuñalaron hace unas semanas por pasarse a una casa a ver si encontraba algo para el bolsillo… qué bonita vecindad. Quizá ni la mitad de la gente que iba en el bus, transitando diariamente por donde mismo había sucedido cuánta atrocidad, estaba siquiera al tanto de ellas. Tal vez en mitad de la noche escucharon un que otro balazo, una que otra explosión y, porque no, un llanto; pero es más cómodo callar, ignorar el sufrimiento cuando es ajeno. Llegamos. Empujones, pisadas, groserías, tirones de carteras y bolsos, algunas metidas de mano por aquí y por allá. Bajamos.
Tomé las escaleras mecánicas para descender al andén y esperar el tren, pensando en lo injusto que es el mundo a veces. Igual y no tenía edad suficiente, ni mucho menos voz para alzarme solo en contra de una tan triste y arraigada realidad. Entre tanto pensar pasó el Metro y me subí. Mirando a la gente que me rodeaba, estación a estación cada vez más cerca, empecé a pensar en el examen final. ¡Qué difícil era teniendo tantas historias junto a mí, todas en un espacio tan reducido! Sentía como sus rostros me hablaban, su alma presentándose a mí a través de sus facciones. Todos tan fuera de sí y a la vez demostrando tanto de su interioridad: unos ojos rojos, otros vidriosos, hojas de libro pasar frente a miradas perdidas que sólo buscan algo en que ocuparse. En lo personal, me disponía a sacar unos textos para ir estudiando, estábamos en época de exámenes y necesitaba buenas notas para no quedar pegado con ningún ramo… pero era tan difícil. El trabajo, la casa, la vida social, el carrete. Se me hacía muy difícil armonizar entre tanto.
Llegué a la U, el cigarro de desayuno y a clases. El día se me fue rápido entre risas, exámenes y yerba. Contento me fui para la casa, alejado un poco de la mierda sentía que quizá el mundo no estaba tan mal, tan demente. Como todos los días, ese sentimiento no perduró mucho: peleas en el vagón por los asientos, por vender agua en tal pedazo del tren, porque miraron de tal o cual forma, que empujones, que hacinamiento… lo típico. Al llegar a la estación terminal, donde empezaba y terminaba mi viaje en tren, salí y me fui al paradero, cuyo ambiente era más o menos una extensión de lo que se veía siempre en el subterráneo. Cuando pude subirme a una micro, llena a más no poder, volví a perderme en el pensamiento. Quizá cuánta gente no ha oído un disparo en medio de la noche que lo prive de las horas de sueño restante; cuántos no han visto cómo la droga consume las calles, frente a familias y amigos atados de brazos; cuántos no han estado días sin luz ni agua, sin saber cuándo volverán; cuántos no han pasado hambre y frío, temblando solos en la cama, dolidos al saber que sus hermanos están pasando por lo mismo en la pieza de al lado… hay de todo en la viña del señor, pero faltan profetas. Con tanta injusticia rodeándome mi espíritu ardía en ganas de hacer un cambio.
Me encontraba a la vuelta de la esquina, a un paradero de mi casa, pero algo estaba mal, pésimo. Luces rojas y balizas ensordecedoras resonaban por todos lados, dos buses de la policía se encontraban un poco más allá del paradero. Al bajarme caí en cuenta de todo lo que estaba pasando: un allanamiento. Los oficiales, vestidos con sus trajes de fuerzas especiales, estaban desplegados por varios pasajes en grupos bien armados; además, muchas bombas de humo fueron utilizadas para doblegar a la gente que se alzaba en contra del operativo; unos cuantos balazos al cielo para mantenerlos a raya. Veía mi casa a lo lejos, mientras apuraba el paso y oía gritos de rabia provenientes de ambos bandos, unos cuantos balazos, unos gritos, otros balazos más y un muerto más en el barrio.
Sintiendo el vientre en llamas caí, arrodillado, al piso… una víctima más de la guerra en las calles, un nombre más a la lista de personas fallecidas por culpa de la injusticia y la desigualdad.