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«En el principio creó Dios los cielos y la tierra.

«La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. Dijo Dios: “Haya luz”, y hubo luz. Vio Dios que la luz estaba bien, y apartó Dios la luz de la oscuridad; y llamó Dios a la luz “día”, y a la oscuridad la llamó “noche”. Y atardeció y amaneció: día primero» (Génesis 1:1-5).

 

7 Génesis. El nombre griego proviene del contenido del libro: el origen del mundo, el género humano y el pueblo judío, la genealogía de toda la humanidad desde el comienzo de los tiempos. También “génesis” tiene el sentido de “prólogo”, ya que la historia judía comienza propiamente con el Éxodo, del cual el Génesis es simplemente un prolegómeno. Este título aparece en la Versión de los Setenta o Septuaginta Griega (LXX). En hebreo, el libro se llama “Bere’schíth”: “En el Principio”, se toma de la primera palabra de la frase inicial. El texto que utilizo para el análisis pertenece a La Biblia de Jerusalem, Editions du Cerf, París, 1973.

 

Observemos detalladamente lo que nos relata este primer párrafo.

En esta descripción, distingo claramente el caos original de aquella nebulosa de polvo cósmico que nos menciona la ciencia. Un “mar” de polvo, para alguien que tal vez lo está viendo en la oscuridad, y que no tiene la más mínima idea de que aquello que está presenciando no es agua sino una nebulosa en la que él (nuestro posible observador) se encuentra “flotando”. Este individuo se halla en el lugar, en el sitio preciso, en el que cientos de millones de años después se va a ubicar la Tierra en formación. Además, como aún no pisa terreno sólido lo único que él puede vislumbrar o comprender, según sus parámetros, es el abismo, el abismo del espacio.

Luego, este mismo individuo (que continúa su observación y narra lo que ve) percibe que la luz brilla por primera vez y cree que Dios en ese preciso momento  la crea -como luz-, ya que aún no puede ver que es el sol el que la origina. Ve la luz, pero no de dónde proviene. Para él es como si Dios hubiese “encendido” la luz.

 

Es necesario aclarar que cuando hablo de un observador me refiero a alguien que en una época reciente -digamos hace unos tres mil años atrás-, recibe una visión o una revelación de Dios y a través de ella logra ver la creación del Sistema Solar.

No significa que el observador haya presenciado la creación en el momento en que Dios la realizaba, sino que la vio o la captó con posterioridad, a través de algún tipo de visión extremadamente resumida.

 

Entonces –al aparecer la luz pero no haber podido ver los astros- aparece el primer gran dilema típico del Génesis: ¿cómo puede crearse la luz antes que los astros?, (esta pregunta -obviamente retórica-  por lo general va acompañada de algún gesto escéptico, mirada cómplice jactanciosa y la intención de terminar la conversación). Sí, es cierto, no puede ser, pero -siempre hay un pero-, ¿qué pasaría si situáramos al observador en el lugar exacto donde se encuentra el remolino primigenio?, el que va a dar lugar al planeta. Es obvio que nuestro observador podría ver la luz, pero sería incapaz de saber de dónde procede, de dónde viene esa luz, ya que como advertimos antes, la “tormenta de polvo” se lo impediría. También, al estar “parado” (de pie) sobre el remolino, percibiría el paso de día-noche, luz-oscuridad, debido a su rotación. Esta persona, al estar parada, instalada, sobre el remolino, giraría con él, y por ello, un momento estaría de frente a la luz, y en el siguiente, de espalda a ella.

Aquí, ya podemos darnos cuenta de que es fundamental, fundamental, la existencia de un observador y -más aún- su ubicación, para poder comprender el Génesis.

 

Este individuo que observa, y luego relata lo que ha visto, lo contempla desde un sitio determinado, desde una ubicación concreta. En algún lugar se encuentra apostado en el momento en que “ve”, en el momento en que recibe la visión, la revelación. Y ese lugar, esa ubicación en la que se halla, es la que hace la diferencia, eso es lo que nos da la pauta de que la descripción del Génesis puede tener sentido, es la clave del acertijo. La clave que abre un mundo de posibilidades

(¿Y ahora?, ¿el gestito jactancioso?...).

 

Creo que el Génesis nunca tuvo sentido para muchos. O al menos creo que no tuvo sentido porque la mayoría de quienes lo analizan parten del presupuesto de que la información de la Creación (el Génesis) se le debería haber dado a la persona que escribió La Biblia con el formato de un libro de ciencia, con datos científicos, tablas y gráficos; o con la estructura de una revelación detallada, que permitiera comprender lo ocurrido desde todos los ángulos. Específicamente con esa posibilidad: la de poder ver los hechos desde todos los ángulos.

Es posible, que el motivo de este preconcepto se encuentre, en que nuestra mente cientificista espera que los datos científicos sean acompañados de gráficos, tablas, estadísticas y -por supuesto- el formato correcto. Sin embargo, si nos remitimos a cómo las personas que reciben visiones o revelaciones de Dios “ven” lo que Él les revela, vamos a comprender mejor que esas manifestaciones divinas nunca ocurren según los parámetros humanos. Por lo general, estas visiones o revelaciones son, justamente eso, visiones. Visiones semejantes a películas muy cortas sobre las que el espectador no tiene ningún control. Las visiones suelen ser similares a un sueño.

A veces, estas visiones son acompañadas de una idea que se aclara tras la contemplación extática o, en algunos casos, hay alguien que le habla a la persona que tiene la experiencia y le explica algo en particular que puede -o no- estar relacionado con lo que ha visto.

 

Bien.

Avancemos un poco más con nuestro enfoque e intentemos desentrañar este misterio.

 

Si este individuo (nuestro observador) se hubiese encontrado flotando en el espacio por encima del Sistema Solar en formación habría “visto” que la estrella nace junto con la luz, pero es claro que no fue así ya que él percibe primero la luz y mucho después la existencia de los astros. Entonces, llegado a este punto me pregunté: ¿por qué?, ¿por qué no lo ve?, ¿por qué no ve algo tan evidente?

Simplemente porque no puede.

 

Nebulosa vista desde la tierra

 

 

Es indudable, para mí, que su ubicación -el sitio desde donde observa-, no se encuentra en el espacio sino a nivel del disco de acreción, en el nivel donde se crean los planetas, y es justamente por ello que los astros le quedan ocultos tras el polvo remanente. La clave, la llave de este misterio es la ubicación del observador, y esa ubicación tiene que ser -sin lugar a dudas- algún punto sobre la superficie del planeta. Por lo tanto, vamos a continuar nuestra comparación bajo el supuesto que el observador se encuentra parado sobre lo que va a ser en algún momento la superficie de nuestro planeta, la Tierra.

 

Leamos lo que ocurre en el segundo día:

«Dijo Dios:

«“Haya un firmamento por en medio de las aguas, que las aparte unas de otras”. E hizo Dios el firmamento; y apartó las aguas de por debajo del firmamento, de las aguas de por encima del firmamento. Y así fue. Y llamó Dios al firmamento “cielos”. Y atardeció y amaneció: día segundo» (Génesis 1:6-8).

 

En este fragmento, nuestro observador se mantiene en el mismo sitio, la superficie de la Tierra (ahora ya formada), y desde allí cuenta lo que “ve”, es la visión que Dios le envía.

Para mí es obvio que está observando el enfriamiento del planeta y, como consecuencia de ello, la condensación del agua, el agua que se empieza a acumular en la superficie y la clara separación de los gases de la atmósfera que van a formar el firmamento, el cielo.

Para él, antes de la separación de las aguas, todo se encontraba mezclado, de ahí la “separación”. Pero ¿qué es lo que está mezclado? El agua y el aire (el firmamento).

Es tal el vapor y la humedad existente, a la que se suman las nubes -posiblemente volcánicas-, que su sensación es que el firmamento está mezclado con el agua de la lluvia y del mar.

Para él esta situación es muy confusa. Mas al enfriarse paulatinamente la Tierra (el planeta), la separación de aguas -podríamos decir- se hace evidente. La lluvia es lluvia, la tierra es tierra y el mar es mar.

 

(¿Ya capté su atención?, ¿no?, ¿todavía no?)

Bien.

 

Tercer día:

«Dijo Dios:

«“Acumúlense las aguas de por debajo del firmamento en un sólo conjunto, y déjese ver lo seco”; y así fue. Y llamó Dios a lo seco “tierra”, y al conjunto de las aguas lo llamó “mares”; y vio Dios que estaba bien.

«Dijo Dios:

«“Produzca la tierra vegetación: hierbas que den semillas y árboles frutales que den fruto, de su especie, con su semilla dentro, sobre la tierra”. Y así fue. La tierra produjo vegetación: hierbas que dan semilla, por sus especies, y árboles que dan fruto con la semilla dentro, por sus especies; y vio Dios que estaban bien. Y atardeció y amaneció: día tercero» (Génesis 1:9-13).

 

Aquí surge, nuevamente, lo que ya habíamos observado en nuestro racconto acerca de lo que la ciencia dedujo sobre la evolución del planeta, sólo que en extremo resumido.

No debemos olvidar que nuestro observador presencia estos hechos a un ritmo verdaderamente vertiginoso, tuvo que haber sido así, ya que -como mucho- los seis mil millones de años, o al menos los cuatro mil seiscientos millones del planeta, le fueron resumidos en siete días.

Analicemos un poco este tercer día.

El agua se acumula en un sólo océano-mar y la tierra en un sólo conjunto.

Estoy convencido de que nuestro observador se refiere aquí al supercontinente Vaalbará-Pangea.

Es demasiado coincidente la observación que realiza el narrador acerca de una tierra y un mar, demasiado coincidente y casi innecesaria si no fuera porque realmente ocurrió de esa forma.

Ahora bien, él no pudo verlo (estamos hablando de un súper continente) por lo tanto tiene que haber sido una idea que captó junto con la visión. Esto hace más interesante el hecho que lo mencione, casi llamativo.

 

Luego, este individuo (el observador) ve crecer a su alrededor las plantas, a las que identifica con formas de vida conocidas para él: árboles, semillas, frutos, tal vez algas.

 

Cuarto día:

«Dijo Dios:

«“Haya luceros en el firmamento celeste, para apartar el día de la noche, y valgan de señales para solemnidades, días y años; y valgan de luceros en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra”. Y así fue. Hizo Dios los dos luceros mayores; el lucero grande para el dominio del día, y el lucero pequeño para el dominio de la noche, y las estrellas; y los puso Dios en el firmamento celeste para alumbrar sobre la tierra, y para dominar en el día y en la noche, y para apartar la luz de la oscuridad; y vio Dios que estaba bien. Y atardeció y amaneció: día cuarto» (Génesis 1:14-19).

 

Y ahora nuestro observador -al fin- puede ver un cielo limpio, tanto de nubes, humedad y gases, como de polvo estelar. El polvo estelar remanente que ya había desaparecido del espacio circundante capturado por los planetas y barrido por el viento solar.

Al fin, ve el Sol, la Luna y las estrellas y, por supuesto, cree que ése es el instante en que Dios los ha creado.

Obviamente, él no tiene conciencia de que los astros ya existían con anterioridad, pero que simplemente -hasta ahora- él no los había divisado. ¿Y por qué no? ¿Por qué no los había visto? No los había percibido porque -cómo habíamos observado- las condiciones de la atmósfera y del espacio exterior no se lo hubiesen permitido. Recordemos la tormenta de polvo en el espacio, y las lluvias torrenciales, el vapor de agua y los gases volcánicos dentro de la atmósfera del planeta. Pero ahora, con la Tierra más fría y la vegetación creciendo, el aire se habría limpiado lo suficiente como para que el aspecto general del cielo fuese bastante similar al actual, bastante parecido al cielo al que estamos acostumbrados a ver. Un cielo limpio, celeste y despejado. Lo suficiente como para poder observar el Sol, la Luna y las estrellas.

 

Ahora, con un entorno más “normal” -podríamos decir-, nuestro observador continúa, parado en el mismo lugar, contemplando cómo el tiempo pasa frente a sus ojos a un ritmo escalofriante. Paralelamente trata de interpretar, a través de referencias propias y de los conocimientos de la época en la que vive, hechos que no comprende. Hechos que la humanidad necesitaría -cuanto menos- dos mil, o tres mil años y cientos de descubrimientos científicos para lograr interpretar.

 

Quinto día:

«Dijo Dios:

«“Bullan las aguas de animales vivientes, y aves revoloteen sobre la tierra contra el firmamento celeste”. Y creó Dios los grandes monstruos marinos y todo animal viviente, los que serpean, de los que bullen las aguas por sus especies, y todas las aves aladas por sus especies; y vio Dios que estaba bien; y los bendijo Dios diciendo: “sean fecundos y multiplíquense, y llenen las aguas en los mares, y las aves crezcan en la tierra”. Y atardeció y amaneció: día quinto» (Génesis 1:20-23).

 

En este punto, debo reconocer, que el hecho que en el relato surgieran las plantas primero y los animales marinos después, me generó una cierta inquietud… simplemente no tenía sentido. La idea me dio vueltas en la cabeza durante varios días sin que pudiera encontrarle una explicación que me conformara.

Al final, como no podía darme cuenta del porqué de esta secuencia, volví sobre el centro de la hipótesis, la ubicación del observador, y entonces comprendí que tal vez nuestro observador estaba en una playa. Se me ocurrió que ese lugar que tanto nos ha preocupado, esa ubicación exacta del observador, tenía que haber sido en una playa.

Este pequeño detalle hizo la diferencia, como una pieza que cae en su justo lugar. Si el observador estaba en una playa -entonces- tiene lógica que haya podido observar primero las plantas-algas y luego la vida marina, las aves (tal vez dinosaurios voladores), los grandes monstruos marinos (dinosaurios marinos) y el resto de los animales del mar.

Con este nuevo emplazamiento del observador -en realidad al afinar su ubicación-, podríamos encontrar más lógica esta secuencia: plantas-aves-animales marinos (monstruos marinos).

Además, es posible que, entre glaciaciones, la playa se haya inundado completamente y que, tal vez, nuestro observador haya tenido parte de su visión sumergido, y de ahí lo de “bullen las aguas por sus especies”.

Debemos tener en cuenta que los continentes derivaban sobre las placas tectónicas hacia sus ubicaciones actuales, y que mientras lo hacían existieron varias glaciaciones. Estas glaciaciones retuvieron el agua líquida sobre el terreno en forma de nieve-hielo, y al pasar (al concluir) en cada oportunidad, el agua inundaba las costas. Este vaivén de retiro-inundación se produjo muchas veces.

 

Los monstruos marinos

 

Los monstruos marinos

 

¿Y los animales terrestres?

Sí, ya los vamos a ver, no nos apuremos, ahí vienen.

Sexto día:

«Dijo Dios:

«“Produzca la tierra animales vivientes de cada especie: bestias, sierpes y alimañas terrestres de cada especie”. Y así fue. Hizo Dios las alimañas terrestres de cada especie, y las bestias de cada especie, y toda sierpe del suelo de cada especie: y vio Dios que estaba bien.

«Y dijo Dios:

«“Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó. Y los bendijo Dios, y les dijo Dios:

«“Sean fecundos y multiplíquense y llenen la tierra y sométanla; manden en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra”.

«Dijo Dios:

«“Vean que les he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para ustedes será de alimento. Y a todo animal terrestre, y a toda ave de los cielos y a toda sierpe de sobre la tierra, animada de vida, toda la hierba verde les doy de alimento”. Y así fue. Vio Dios cuanto había hecho, y todo estaba muy bien. Y atardeció y amaneció: día sexto» (Génesis 1:24-31).

 

En este párrafo del sexto día encontramos la aparición de los animales terrestres y luego la del ser humano. Es muy importante, muy importante, que el ser humano sea el último en aparecer, ya comentamos el porqué. El hecho que sea el último no es un detalle menor, el hombre podría haber aparecido al principio del relato y éste se hubiese presentado más razonable o más coherente en función de creer que toda la historia fue inventada. Lo normal -me parece a mí- es que alguien que inventa una historia de la Creación empiece por lo más importante: el ser humano. Sin embargo, en el Génesis el hombre, el centro de la Creación, es el último en hacer su arribo.

Perfecto, hasta aquí simplemente perfecto.

Pero…, otra vez un pero, ¿por qué en la descripción los animales terrestres se mencionan después de las plantas, las aves y los animales marinos? Sí, ¿por qué?

Esto no cerraba, no cuadraba, allí faltaba algo. Me había pasado por alto alguna pieza de este rompecabezas.

 

Otra vez regresaba a vía muerta, nuevamente algo no encajaba en mi planteo como debería. La idea volvió a darme vueltas en la cabeza, durante días, sin solución.

(Claro, ahora algunos ya se miran como diciendo: “¿Viste?”, pero no se apuren, no se apuren... porque esto aún no termina).

 

Al fin volví sobre la base de mi teoría que se centra en la ubicación del observador. Pensé: afinemos aún más la ubicación exacta.

La clave nos la puede dar el individuo que contempla, el observador.

¿Quién era ese observador? ¿Dónde vivía? ¿Qué hacía? ¿De qué vivía?

Cómo no tenemos ninguna referencia acerca de este individuo, ya que lo único con lo que contamos es su relato, deberemos deducirlo.

El Génesis es una narración que forma parte de los textos, crónicas y tradiciones, compiladas por Moisés, al menos eso es lo que los estudiosos de La Biblia suponen. Siguiendo esta lógica podemos deducir, que si el texto integra el acervo cultural de los hebreos, es porque quien lo escribió o lo narró era o de su pueblo o al menos alguien muy cercano a él. Con este dato estaríamos en condiciones de definir una ubicación geográfica mucho más aproximada, habríamos circunscrito el área posible a la región de la Mesopotamia, entre los ríos Éufrates y Tigris. Nuestro observador tendría grandes posibilidades de ser un pastor.

Bien, bien, bien… muy bien.

En ese momento algo encajó en esa maraña de pistas y piezas. Tuve la sensación, la certeza de haber encontrado algo importante. Pensé, debo investigar ese lugar, investigar la Mesopotamia en la época inicial de Pangea. Busqué y rebusqué en los libros y… ¡Bingo! Adivinen. Mesopotamia, o al menos los territorios que habrían de convertirse algún día en la Mesopotamia, eran una playa, una playa del bloque de Arabia. Estaba ante esa masa de tierra que derivaría junto con los otros bloques y luego terminaría “casi estrellándose” con Asia. La playa estaba allí; esa playa era el sitio desde donde nuestro observador veía los monstruos marinos.

Mientras nuestro bloque de Arabia deriva por el océano, ese pequeño sector -que millones de años después sería Mesopotamia- es una playa, una larga playa que se extiende frente al océano. Pero, atención, porque no es cualquier playa. Antes de iniciar la deriva, o podríamos decir, en el momento en que aún forma parte de aquel continente único, esa región constituye la costa de un pequeño borde de Pangea. Luego, al desplazarse, continúa en su calidad de playa hasta que choca con Asia y deja de ser playa -al menos en parte- para ser terreno interior. Pero, y he aquí otro “pero” muy interesante, el terreno que queda como tierra interior es justamente el que pasa a formar la Mesopotamia mientras que el resto de la costa continúa siendo playa, la playa del Golfo Pérsico.

De esta manera, podría explicarse porqué nuestro observador vio, primero las algas-plantas, tal vez árboles manglares (árboles que crecen con sus raíces en el mar), luego los animales marinos -los monstruos marinos y las aves, mientras Pangea deriva-, y al final los animales terrestres -sin monstruos (porque ya no había dinosaurios)-, y al final -muy al final- el hombre.

Aquí valga una pequeña acotación: en la narración, al referirse a los animales marinos habla de “monstruos”, sin embargo cuando menciona a los animales terrestres, no. ¿Por qué? Sí, me pregunto, ¿por qué algunos animales marinos lo asustan, le parecen monstruosos y sin embargo los animales terrestres no, no lo asustan, no le parecen monstruos?

He allí la clave.

He allí LA clave.

Recordemos la línea de tiempo.

Si tomamos en cuenta que en el momento en que este individuo está observando el mar (mientras deriva sobre el bloque de Arabia) es justamente la época de los dinosaurios, en la que es posible que, además, la playa haya estado sumergida en algún momento, y luego ve la tierra firme en el lapso en que los dinosaurios ya se habían extinguido, la secuencia de tiempo adquiere una lógica inigualable [8].

 

8 La extinción masiva del Cretácico-Terciario fue un período de extinciones masivas de especies hace aproximadamente 65 millones de años. Corresponde al final del período Cretácico y el principio del período Terciario. También se le conoce como extinción masiva del límite K/T (del alemán Kreide/Tertiär Grenze), para señalar la frontera entre el Cretácico-Terciario.

No se conoce la duración exacta de este evento. Cerca del 50% de los géneros biológicos desaparecieron, entre ellos la mayoría de los dinosaurios. Se han propuesto muchas explicaciones a este fenómeno; la más aceptada es que fue el resultado del impacto de un asteroide sobre la Tierra proveniente del espacio.

 

Lo que el observador ve, al estar mirando hacia el mar, en época de dinosaurios son dinosaurios marinos, por eso lo de “monstruos marinos”, que él nunca había visto y que nunca vuelve a ver. Sin embargo, al divisar a los animales terrestres ninguno de ellos le llama la atención, a pesar de los elefantes, y las jirafas, simplemente porque para él no eran monstruos. Para él eran animales conocidos.

Es muy interesante el hecho de que para cuando Arabia “choca” con Asia los dinosaurios ya se habían extinguido. Ya no había monstruos en tierra firme. Ya no existían “monstruos terrestres” que nuestro observador pudiera llegar a ver.

 

Pensemos que este individuo siempre estuvo como “clavado” al piso, nunca se dio vuelta, nunca cambió la orientación de su mirada.

Mientras duró su visión, en todo momento, se encontró ante un despliegue de hechos que se sucedían ante sus ojos, como si hubiese estado frente a una pantalla de cine en la que se proyectaba la Creación. O, al igual que un camarógrafo filmando con una cámara fija.

Giró con el planeta, se desplazó con el terreno y, por supuesto, no pudo volar. Lo cual, aunque podría parecer una desventaja, en realidad nos da la pauta clave de que lo que vio fue absolutamente real. Un regalo de Dios a una persona determinada, posiblemente, para que ésta lo contara y de esa manera revelara los mecanismos de Dios para crear sistemas solares y planetas como la tierra.

 

Pangea y la deriva continental

 

Pangea 1 Pangea 2

Pangea 3 Pangea 4

La flecha indica la ubicación del observador

 

En este punto les voy a contar algo muy interesante.

Cuando este libro estaba casi terminado y nos encontrábamos realizando las correcciones finales, en esos días, estaba mirando la televisión y repasaba algunos programas que había dejado grabando.

Como no encontré ninguna comedia -que son las que me gustan ver luego de un día de trabajo-, revisé los programas de documentales que había grabado y seleccioné al azar uno acerca del desierto del Sahara.

Al mirar la documental -para mi sorpresa-, escucho a los científicos hablando de la enorme cantidad de fósiles marinos que formaban las arenas del desierto del Sahara. Decían, que el Sahara había sido una playa del mar poco profunda, a tal punto que crecían manglares, (los manglares son árboles muy tolerantes a la sal y cuyas raíces se encuentran inmersas en el agua del mar).

En la documental se referían en particular a una zona de Egipto llamada Wadi Al-Hitan, o valle de las ballenas por la gran cantidad de fósiles de ballenas y de ancestros de estas. También comentaban que las piedras utilizadas en la construcción de las pirámides estaban repletas de fósiles marinos costeros, o sea, conchillas, conchas marinas, y otros fósiles más antiguos como los nummulites (“pequeña moneda”), foraminíferos extintos que vivieron entre 55 y 39 millones de años a esta época.

Al final de la película -este programa documental-, los geólogos concluían que toda la franja superior de África había estado -en parte- sumergida mientras se producía la deriva continental, y que algunos terrenos adyacentes al mar se habían elevado en épocas en que África se acercó a Asia y el bloque de Arabia “chocó” con Asia -(actual Irán, Irak, Turquía).

Enorme sorpresa.

Enorme y grata sorpresa.

Si tenemos en cuenta lo cercano que se encuentra la playa, o ubicación clave dónde suponemos que se encontraba nuestro observador, de la zona de este “valle de las ballenas” -menos de 1.000 kilómetros-, y además consideramos la existencia de firme evidencia que concluye que la zona estuvo lo suficientemente sumergida como para que en determinados momentos nuestro individuo pudiese ver los “famosos” monstruos marinos, la teoría que nos ocupa, la teoría de nuestro observador y su ubicación cierra a la perfección.

(Intuyo, que a esta altura, ya he captado su atención y ya no hay gestitos…).

 

Y al final…

En las postrimerías del sexto día, el hombre hace su aparición.

 

«“Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y manden en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra. Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó, varón y mujer los creó”» (Génesis 1:26-27).

 

No en el primero, ni en el segundo, no, recién en el sexto. ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede ser que el hombre haya sido creado por Dios al final y no al principio? Vamos, ¿no somos acaso lo más importante?, ¡somos el centro de la creación! ¿No debería habernos creado al principio? Pero no. Nos creó al final. Completamente al revés de lo que se hubiese esperado de un relato creacionista.

Un broche de cierre perfecto.

En los seis mil millones de años que duró todo el proceso de la creación del Sistema Solar el Homo Sapiens aparece al final, en los últimos dos millones de años.

Justamente.

Al final del sexto día.

 

Y ahora… el séptimo día.

«Concluyéronse, pues, los cielos y la tierra y todo su aparato, y dio por concluida Dios en el séptimo día la labor que había hecho, y cesó en el día séptimo de toda la labor que hiciera. Y bendijo Dios el día séptimo y lo santificó; porque en él cesó Dios de toda la obra creadora que Dios había hecho.

«Esos fueron los orígenes de los cielos y la tierra, cuando fueron creados.

«El día en que hizo Yahveh Dios la tierra y los cielos» (Génesis 2:1-4).

 

Este último día tiene algo extra, además del día de descanso, en el que Dios ve su obra, Él decide que ya está concluida y se da una tregua, y vuelve a decirnos que Dios hizo la Tierra y los cielos, ni más ni menos.

Esta repetición de la frase - tierra y cielos, ya mencionada en el primer día- es la clave para desentrañar el misterio.

¿Y…?

Volvemos a la UBICACIÓN -sí, esta vez con letras mayúsculas- de nuestro observador.

Si el relato fuese realizado por Dios, no tendría ningún sentido la mención de “tierra y cielos” ya que Dios no está parado en ninguna parte, Dios es omnipresente. Si se habla de tierra y cielos es porque lo observación es realizada desde una perspectiva puramente humana, por lo tanto el observador-narrador debe ser un hombre, un hombre, un individuo, que como ya vimos, está parado sobre la corteza terrestre, la superficie del planeta, y desde allí relata.

La tierra es todo lo que se halla bajo sus pies -el planeta-, y el cielo es todo aquello que está sobre ese mundo, y eso implica la atmósfera, el espacio, las estrellas, el resto del universo y los otros universos -si existen. En efecto, todo, absolutamente todo, incluido el mundo de las ideas y las leyes que rigen el comportamiento de la creación, como son las leyes de la física, de la química, etc., etc., etc.

 

Aquí me gustaría comentarles algo. Uno de mis hijos, el más pequeño, de nueve años, me decía: “¿Por qué Dios no hizo todo con magia? Si Él puede hacer lo que quiere sólo con hacer así (tronando) los dedos.”

Sí, ya sé, preguntas de niños...

Sí -pensé-, ¿y por qué no puede acontecer la Creación así? ¿Por qué Dios no hace las cosas de manera mágica?

Y se me ocurrió que tal vez, lo que sucede, es que nos hemos acostumbrado tanto a la magia de Dios, que ya no nos sorprende. Es posible que, como la ciencia ha descubierto algunos de los mecanismos de los trucos de este “Gran Mago” y también los mecanismos que hacen al funcionamiento de estos “trucos”, en un punto, hemos llegado a pensar que cualquiera los puede realizar.

Pero está claro, que no cualquiera puede crear un sistema solar, ni en seis mil millones de años.

A raíz de estas lecturas y reflexiones le comentaba a un amigo acerca de esta idea de lo mágico. Le decía: “¿Por qué suponemos que si Dios crea algo debe hacerlo con una varita mágica? Como si todas las mañanas asomara una varita del cielo y una voz dijera: ‘Huevo, gallina, huevo, gallina…’ y los huevos y las gallinas llenaran nuestras granjas”.

Dios tiene mecanismos para todo, y eso es lo que vemos cada día de nuestras vidas y no nos damos cuenta.

Cómo nacen los niños, cómo crecen los árboles, cómo suben y bajan las mareas, cómo respiramos, cómo se genera la lluvia, cómo es el movimiento de los astros, y cientos de miles de millones de cosas más.

Y nos acostumbramos. Nos acostumbramos a la forma en que funciona el mundo que nos rodea. A tal punto nos acostumbramos, que estamos convencidos de que las cosas han ocurrido por puro azar, sin ninguna planificación. Que detrás de lo creado no hay un Creador. Que existimos por puro cálculo de probabilidades. Y ése -creo yo-, es el motivo de esa división entre ciencia y religión que suele surgir.

Parecería que lo que puede ser probado científicamente no puede ser obra de Dios.

Cómo si el hombre hubiese podido crear, él por sí mismo, alguna de las leyes de la física.

Newton descubrió la leyes que llevan su nombre, las descubrió… no las creó, hay una enorme diferencia.

 

Capítulo 4 del libro El observador del Génesis de Alberto Canen (2012)

 

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