No permitía que nadie tocara mi lápiz de bonitos colores. Junto con mi goma de borrar me acompañaron desde el primer grado, hasta finalizar la primaria. Inteligente, rápido para escribir mis pedidos, jamás tuve que regañarlo delante de mis compañeros de clase. Sólo se ponía a trabajar, armar las oraciones, mejoraba la caligrafía, y cuando su grafo necesitaba reparación, él solo se encargaba.
Cuando la maestra me designaba para dar la lección, era él quien con voz firme y segura, se encargaba de la misma. Me defendía en los recreos, me elegía la mejor fruta, y cuando no lo vigilaba jugaba con los lápices de colores de mi compañerito de banca.
Lo que no le gustaba era estar dentro de la cartuchera. Cuando finalizaba la clase, subía a su patineta, y me acompañaba hasta mi casa. Por las noches estaba junto a mi en la computadora, escuchaba música moderna, y era un enamorado de las caricaturas. Jamás se quejó cuando no lo llevaba a la cancha de fútbol. Pero era un tema de conversación cuando llegaba de ella. Su mejor amiga era la goma. Con ella jugaban al ajedrez, hasta muy tarde de la noche. Sin discusiones, solamente miradas penetrantes, dejaban bien en claro, el grado de respeto que se tenían. En una fiesta patria cantó el himno junto a mis compañeros de grado, izando el Pabellón Nacional cuando comenzó la fiesta. ¡Quien no era amigo de mi lápiz! Solito aprendió idiomas, manejaba la computadora, ¡pero eso fue mi perdición! Por intermedio de ella conoció a una simpática lapicera, que se enviaban mensajes de amor todos los días. Llegó mi último día de clase de la primaria. Ese día me dio la sorpresa de presentarme su enamorada lapicera. “Estamos enamorados y nos vamos juntos” me dijo.” Hemos decidido fundar una guardería escolar, para gomas y lápices abandonados”. Me dieron un beso, y tomados de la mano se alejaron de mí.
