Todos los días nos encontrábamos en la pista del estadio de fútbol de mi ciudad, el único que teníamos y que llevaba el título pomposo de estadio; era una cancha de fútbol reglamentaria con parches donde faltaba el césped, unas graderías donde se acomodaban dos mil parroquianos aficionados a este deporte, una cabina destinada a la emisora local para las transmisiones de los partidos, que se utilizó dos o tres veces, y una pista atlética donde trotábamos todas las mañanas un puñado de hombres y mujeres más por cuestiones de salud que por deporte.
Allí se veía a aquel muchacho calzando sus zapatillas de atleta, con un orgullo que se reflejaba en una sonrisa triunfal. Tenía una medalla de plata y otra de oro que lo acreditaban como primero y segundo en los juegos nacionales del año anterior en las pruebas de cinco mil y diez mil metros. De pronto, cuando terminaba de vestir su uniforme deportivo, echaba a correr como si en ello le fuera la vida, sin ningún calentamiento previo y comenzaba a recorrer el óvalo de cemento una, dos, tres, infinito número de veces.
Los demás lo observábamos con admiración, parecía no cansarse nunca y cuando al fin paraba, se acercaba a nosotros con su sonrisa de siempre y hacia la misma pregunta: “¿Lo estoy haciendo bien?”, y sin esperar respuesta se me acercaba, me tendía su mano sudorosa que yo estrechaba con simpatía, volvía a vestirse y salía con rumbo a su Institución, era el único que tenía permiso de salir solo.
Al cabo de dos meses comenzaron las olimpiadas nacionales donde corrió nuestro orgullo municipal; por supuesto que ganó, de nuevo las dos medallas pero al contrario de las primeras. Oro en la que antes había obtenido plata y… bueno, ustedes me entienden. Cuando supimos la noticia decidimos hacerle un recibimiento, no en grande, muchas personas no valoraban el esfuerzo de este, nuestro campeón. Hicimos una colecta y decidimos celebrar una cena con la presencia de nuestro muchacho con síndrome de Down que venía de triunfar en los campeonatos de FIDES.