No se escuchaban voces, solo gritos y suspiros. El terror se había apoderado en esta noche de viernes trece.
Juana en un rincón lloraba desconsolada. Ya lo habían herido a Juan, y la sangre se derramaba. El niño se despertó, preguntando por su tata. Corrió a los brazos de su madre, que con amor lo cobijaba. Todo era confuso, entre gritos y puñaladas. Ya no resistió más cayendo muerto en el piso.
Moría como un guerrero, Juan Segundino Rodríguez.
¡Qué destino pobre Juan hoy estrenaba el rancho! Su Juana cumplía años, y su niño comulgaba. ¿Quiénes eran?, ¿quién los mandó? Eso nunca se sabrá. ¿Qué maldición trajo el rancho, para esta pobre familia?
Un silencio sepulcral invadió aquella noche. Jamás supieron porqué la muerte llega a ese rancho. Al otro día temprano, junto a su ombú preferido, enterraron aquel hombre, que por amor entregó su vida. A los pocos días, como pidiendo perdón quedó el rancho solitario. La Juana con su pequeño, volvieron a su viejo ranchito. El rancho que vio nacer el amor en una noche lluviosa, donde Juan la amaba tanto, donde escuchó el primer llanto, de donde nunca debieron haber salido.