Era un gigante que en un fuerte abrazo detenía la avanzada del mar. Sobre aquellos salientes de piedra y arena se hacía pequeña la figura de Jesús Guaimaro Díaz, cuando de tarde en tarde se le veía contemplando aquel color como de fuego que dejaba caer el sol sobre el azul del agua, haciendo por momentos una alfombra brillante que iluminaba los atardeceres. En esos instantes Jesús Guaimaro Díaz sólo repetía ante tan magnífico espectáculo: ¡Qué grande eres, tocayo! ¡Que grande eres!...
Otras veces caminaba hasta donde el paisaje era diferente. Casas solitarias, de cuyos rincones el tiempo había borrado hasta los recuerdos; ventanas y puertas que parecían esponjas que hubiesen absorbido todos los años pasados. Despojos de peces y pájaros marinos sobre los cuales se notaba la presencia de perros que hurgaban y mostraban su ya carachosa y miserable existencia. En el agua, cuando el batir de las olas lo permitía, asomaban pilotes de viejas construcciones que alguna vez albergaron a prósperos comerciantes y pescadores.
En noches de invierno la marea subía muy alta y a su paso el viento desprendía las ramas de los cocoteros, en esas noches se escuchaban voces, lamentos, quizás de náufragos, cosas que nadie quería contar y mucho menos recordar. Por eso “Ancla Vieja” ahora es sólo puerto de historias y leyendas.
En la parte más alta del farallón cercano, Jesús Guaimaro Díaz contemplaba el desolado panorama y cuando pasadas algunas horas decidía marcharse, como un adiós a esos lugares se le escuchaba murmurar: ¡El salitre lo destruye todo! ¡como pólvora!...
