Esa noche fue las más oscura y trágica de las noches. Si pudiera volver en el tiempo, hace cincuenta años y corregir todas mis acciones, sería la mujer más feliz sobre la tierra. Deshacer todos esos hilos que fueron tejiéndose invisiblemente en mi destino, como un cruel espejismo que algún ocioso demonio preparó para mí, no dudaría en vender mi alma.
Mi tren desde Frankfurt hacia Dresde se había retrasado. Mi destino, encontrarme con Rudolph para fijar la fecha de nuestra boda y hacer todos los preparativos. En esa ciudad celebraríamos el acontecimiento, ya que allí es donde viviríamos.
Mi ansiedad era profunda. Nunca había pensado que con mis 21 años me casaría. Todo había sido muy precipitado. Tal vez mi embarazo acelero esta decisión. Vi en un instante de tiempo toda mi vida atada a una unión solo por las formas y me aterrorizó, pero no podía echarme atrás y dejar a mi hijo sin un padre. Por lo menos, eso pensaba en aquellos años.
Recuerdo que esa noche hacía mucho frío. Me acompañaba mi prima. Las dos estábamos sentadas en unos de esos bancos de madera existentes en el lugar.
De pronto vimos a un hombre un muy atractivo, alto, rubio y con ojos azulados, que se sentó al frente de nosotras. Me miraba insistentemente casi al punto de incomodarme. No tuve más remedio que decirle:
― Oiga Ud., no sea insolente. ¿Que quiere?
El joven se incomodo por unos instantes. No sabía a dónde acomodar sus brazos. Con su voz entrecortada nos dijo:
― Disculpen señoritas, no quise incomodarlas. Solo que su rostro me es familiar. Uds. no es Augustine Brauer.
― Si, lo soy. ¿ Quién es Ud. ?.
― Soy Albert Krause; fuimos juntos al colegio.
Me repente todas las imagines de mi adolescencia se vinieron a la mente. Si, claro, era Albert, el más guapo de los chicos. El me había confesado su amor por mí en esos años de chiquillos. Ahora la incómoda era yo. Como no lo pude reconocer, me sentí una estúpida. Pero estaba cambiado, su barba insipiente y no sé, todo él, me había confundido.
― ¡Si Albert !. ¡ Cómo no recordarte !. Por supuesto.
Comenzamos un intercambio intranscendente de acontecimientos, situaciones vividas y todo lo acostumbrado cuando se encuentra a alguien después de muchos años. La pregunta forzosa surgió.
― ¿ Estas casado Albert ?.
No sé cómo me atreví a preguntarle eso. Un largo silencio se interpuso entre nosotros. Sus ojos me miraron fijamente, con un sesgo de resignación, de alguien que ha aceptado el destino. Casi con un aliento apesadumbrado me dijo:
― No Agustine Brauer. Nunca volví a sentir amor tan profundo como aquel.
Mi voz se astillo. No pude preguntar cual amor, era obvio. Tantos años. Yo casi no lo reconocí y él sentía eso. Podría ser solo un lance aventurero, pensé, pero sus ojos, no me podían mentir. Ese profundo espejo del alma no traiciona.
Casi pude sentir que él deseaba derramar algunas lágrimas, pero era un hombre y eso no se admite en ellos.
Mi prima interrumpió esta conversación con banalidades que sirvieron para salir formalmente del transe.
Luego nos despedimos y eso fue todo.
Si hubiera sido valiente, el solo intentar otros caminos. No sé si me hubiera ido mejor con él, pero por lo menos lo hubiera intentado. Deje pasar el amor o el intento de ello, por cobardía. A veces, solo una palabra, un gesto, o tal vez una mirada, puede cambiar todo un destino, toda una vida.
Esa noche, esa terrible noche, solo fue una mirada al viento.