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A ORILLAS DEL RIO MIÑO

 

         Estoy en Ourense y voy hacia Tuy siguiendo lo más posible la orilla del río Miño, donde todo es una borrachera de un maravilloso paisaje. Es un paisaje amable que endulza y suaviza el alma. Todo es un contemplar sereno, sin sobresaltos, pero no es un contemplar monótono. La belleza del lugar siempre es la misma, pero se manifiesta con nuevos matices, con nuevos colores, que son una delicia para el espíritu. Paro mi automóvil muchas veces a lo largo de este recorrido y doy un pequeño paseo solo para contemplar.  Paseo lentamente para poder mirar más y más tiempo. Y si a la ida veo una cosa, a la vuelta veo otra. Pero no es extraña esta borrachera de paisaje, pues estoy en la zona del vino de Ribeiro.

 

         Y el paisaje no solo son los campos, los cultivos y el río. También son las pequeñas aldeas, las casas perdidas en medio del campo. Siento un especial cariño por unas y otras. De ellas emana un algo que impregna todo el paisaje, quizá ese algo sea el alma profunda del pueblo gallego. Hombres y mujeres que trabajaron y vivieron aquí, que aquí soñaron, que aquí tuvieron sus ilusiones, sus desengaños y sus sufrimientos. Hombres y mujeres que tuvieron que emigrar para poder comer, pero que siempre llevaron en su alma el recuerdo de la tierra que les vio nacer y a la que siempre desearon volver. Quizá por eso esta tierra sea tan acogedora para el espíritu, quizá muchos de esos hombres y mujeres no pudieron volver, pero su espíritu sí que volvió y es el que nos recibe a los que por aquí venimos y lo hace de esa manera tan dulce y tan amable. Tan dulce y tan amable como es el alma del pueblo gallego.

 

         El Miño transcurre tranquilo. Parece que no se mueve, que todo se ha paralizado, que hasta el tiempo se ha detenido. Pero si nos fijamos bien vemos que todo se va moviendo tal como se mueve la vida día a día: sin pausa, sin descanso, sin vuelta atrás. Y este descanso y esta tranquilidad permite disfrutar de las pequeñas cosas: de ese grupito de árboles, de esos hórreos en los que se esconde el fruto de la tierra, de aquellas casitas que se reflejan en el agua, de tantas y tantas cosas como va acariciando el Miño.

 

         El Miño es un río que va a dar a la mar, que en este caso no es el morir. Y no es el morir porque va al país de los atlantes, de los gigantes que sujetan la tierra, los que recogen el sol todas las tardes por el oriente y le vuelven a llevar hacia occidente por donde tiene que salir todas las mañanas. Y estos atlantes cogen el agua del Miño y la devuelven a su nacimiento al igual que hacen con el sol. Y el agua que recorre una y otra vez los mismos lugares ya sabe por donde tiene que ir más deprisa, donde se tiene que remansar, donde tiene que ser como un espejo y donde tiene que enamorar. El río Miño es un río que enamora, enamora los sentidos y sobre todo enamora el alma.

 

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