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Los débiles rayos del sol vespertino penetran por la ventana reflejando mi rostro sobre un espejo. Es una imagen con grandes surcos, algo que detesto  ver.

Cuando era niña estaba muy apresurada por ser mayor, por tener busto, por estar en las conversaciones de los adultos, por saber qué es eso del amor por un hombre. Un horizonte desconocido se cernía ante mí y era maravilloso. Ahora, todo eso se ha desvanecido en el tiempo. Es algo tan lejano que me parece no haberlo vivido yo sino otra persona. Cómo desearía volver a esos días en los cuales mi candidez mitigaba la incertidumbre de la vida.   

Veo que se acerca el Doctor Alan Clark.

― ¿Cómo esta mi paciente preferida, Elizabeth ? ― Me susurra en el oído con un desproporcionado optimismo. 

Sabe muy bien que no le puedo responder. Desde que me trajeron a este hospital mis cuerdas vocales han perdido su funcionalidad. Solo atino a dirigirle la mirada, tal vez eso le complazca.

Se aleja brevemente y le dice algunas palabras a la enfermera que lo acompaña. Mueve su cabeza como indicando la poca esperanza que tengo de sobrevivir. ¡ Lo se, no necesito que me lo diga, lo siento!. Este fuego que se esparce por todos mis órganos, es la metástasis del cáncer. A  veces, el dolor es insoportable.

El médico cierra la puerta de la habitación y me vuelvo a quedar sola, con mi cuerpo inmóvil y los pensamientos que no cesan.

¿Porque no acepté a Peter cuando me pidió en matrimonio?. Tendría una familia y tal vez, hijos. ¡Ah!. Era una mujer muy joven cuando eso paso y quería vivir, viajar, conocer gente y lugares exóticos,  no estaba preparada para casarme. Cuando lo estuve, el amor no llegó.

La soledad es mi única compañía y la muerte mi destino. ¿Como será ?. ¿Que sensación tendré en el último instante de vida?.

Observo cada rincón de mi habitación y pienso si esto será lo último que quedará grabado en mi retina.

En la cabecera de mi cama hay una cruz con un Cristo de madera. ¿A caso ese objeto inanimado presenciará mi muerte?.  ¿Es lo único que tendré al final?.

Tengo temor por lo que vendrá. ¿Mis pensamientos cesarán?. Nunca he experimentado eso, ni siquiera dormida.

No despertar jamás, no abrir nuevamente los ojos y ver otro día. Eso me aterra. 

Mi carne putrefacta será el final material en esta tierra, el telón que se baja en esta gran obra llamada vida. ¿Alguien me recordará, sabrá que he vivido?.  ¿ Las generaciones futuras conocerán mis sentimientos, sufrimientos y amores ?.

Y aunque eso sucediera, que importancia tendría para mí. Los muertos no ven ni sienten nada. Napoleón, con su imponente mausoleo, es ceniza y no se diferencia de cualquier otra ceniza.

Desde que nacemos comenzamos a morir lentamente. Cada día nuestro cuerpo se deteriora aunque el proceso sea muy lento; yo soy una prueba irrefutable de ello.

“El mañana puede ser mejor”:  ¡ que banales palabras !. Nuestro destino final es la muerte: en agonía, como la mía, o inesperadamente, como la de muchos.

Recuerdo las palabras del padre Braian cuando me dijo: “Hija mía, tu alma inmortal ira al cielo”. Nadie sabe como es la otra vida, si acaso existe algo distinto e imperecedero como el alma. Eso no me reconforta ni alivia mi desasosiego.  Yo quiero vivir, ver nuevamente el mundo aunque más no sea en esta miserable condición. La muerte no es mi solución solo mi destino.

La respiración se me dificulta cada vez más. Por la ventana, el sol se ha ido y la luz de la luna se abre paso por los intersticios de la cortina. La miro, es muy brillante. Siento que se acerca cada vez más. Su luz es muy potente, ilumina toda la habitación.

Me obliga a cerrar por un momento los ojos. Todo cambia de repente y se torna oscuro, muy oscuro. No siento ni oigo nada. Este debe ser el fin.  

   

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