No he visto a nadie; habíamos bajado las escaleras apresuradamente para tratar de subir al metro que en ese momento se encontraba en la estación; no lo conseguimos.
- Me voy a perder la telenovela.
- No que ibas a jugar.
- Eso siempre lo hago.
Ya era demasiado tarde; mientras que por encima de la barda de contención se podían mirar los cientos de miles de luces que alumbraban esta ciudad, recordando la limitada contemplación de los sentidos; ¿qué había más allá?, la capacidad siempre limitada no ofrecía nuevas respuestas.
Observándote tranquila, pensativa e imperturbable, me venía a la cabeza la extraña idea de que eras una persona ilimitada, nacida para conocer el verdadero significado de la existencia…
- Se quedan.
- Ahí vamos.
No pude contenerme y me acerque a tus oídos y te dije: “eres tan bella como ayer, pero, dime, ¿qué pensaras cuando estas palabras dejen de ser pronunciadas por mi boca?”. Bien recuerdo que cerraste los ojos y contestaste: “lo mismo que sucederá cuando yo deje de pronunciar estas palabras”. Agarraste tus cosas y te dirigiste hacia donde se encontraban los demás; en verdad sabías lo que no se nos permite conocer.
- Hijo, ¿te quedas?
- Hay que hacer desmadre.
Siempre pensativa, mirando a la lontananza. Volvía acercarme y te dije: “los días son tan vastos como crees contemplarlos, si te cierro los ojos, ¿qué tanto durará el día?”. De inmediato tapaste mis ojos y me respondiste: “ahora que no ves, ¿en verdad sabes si el tiempo transcurre o eres tú el culpable de todo?”. Maravillosa respuesta, digna de una persona como la tuya; ahora me parecía comprender el vaho que se escapaba de estos pensamientos.
- Ya viene.
- Tardó.
Tus ojos enigmáticos me dieron una nueva cuestión: “si al subir bajamos, si al bajar llegamos, ¿cuál será la verdadera distancia que recorramos si estamos sentados?”. Ahora tu mano se puso en mis labios, pedías silencio; después de pensarlo, pronunciaste: “el camino más corto es no preguntarlo”.
El día volvía a estar vivo como nunca lo había estado…
- Adiós.