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EL ODIO DETRÁS DE LA VIDA

La lluvia arrecia allí afuera, enérgicos latigazos son lanzados a mi ventana. Mis lágrimas acompañan aquellas agonizantes gotas que se deslizan por el cristal.  Mi corazón está arrasado por la angustia, por el deseo de matar. ¿Venganza o justicia? ¿Cuál es la diferencia? El que busca la justicia: ¿acaso no satisface la venganza? ¿No se da muerte al delincuente por justicia? Solo cambia el verdugo: no es la víctima quien ejecuta el acto final, pero la naturaleza es la misma. Y detrás de la venganza: ¿no se alza el odio por quien ha infringido un mal? ¡Oh Dios! Todo se desdibuja en esta hora de desolación.

Aprisiono en mis manos una taza de café caliente; observo mis manos y recuerdo lo que me dijo alguna vez mi querida madre: “hija,  con esos dedos tan delgados y finos, solo puedes ser dos cosas: o una gran pianista o una famosa médica cirujana”; no se equivocó, soy lo segundo.

Las gotas siguen lacerando el cristal y mis lágrimas se han secado. ¿Qué debo hacer? Siento odio, siento sed de venganza y al mismo tiempo dolor. ¡Qué enorme contradicción! Mi alma es un caos.

El sinuoso destino me ha puesto está oportunidad en mi camino. Puedo hacer justicia sobre ese miserable y ruin ser humano. ¡Ser humano! Sería un insulto para toda la humanidad llamarlo así, pero si dijera que es un animal, también ofendería a esas criaturas. Una cucaracha, tal vez le sentaría mejor.

― Doctora Harrison, el paciente está ya preparado en la sala de operaciones.

― Gracias. Ya estoy lista.

Me acomodo suavemente ni bata blanca y mi semblante se ha opacado, no tiene expresión. Nadie se da cuenta porque eso es normal en los cirujanos antes de operar, pero en mi caso, el odio esconde mis intenciones. ¡Siento odio, claro que sí! ¡Siento rabia! ¡Siento deseo de destruir! No reconozco la compasión ni el perdón. Estoy preparada y no me temblará el pulso. Es solo justicia lo que ejecutaré.  

Ese bastardo que ahora está tirado en la sala de operaciones, tiene una herida de bala alojada cerca de su corazón y es mí deber quitársela: ¡Como si se lo mereciera!

Estoy frente al paciente, rodeada del instrumental quirúrgico, todo el ambiente es acético. La pulcritud se esparce correctamente. Mis colaboradores me rodean esperando que comience. Lo hago. La primera incisión de mi escarpelo es adecuada. Abro el pecho y comienzo, como un sofisticado carnicero, a desgarrar su cuerpo. Por fin el corazón queda expuesto. ¡Tiene corazón! Es todo un descubrimiento para mí. La presión arterial comienza descender y ordeno a mi asistente que le inyecte treinta miligramos de fludrocortisona. Eso lo estabiliza. Continúo con mí bisturí escarbando ese órgano hasta encontrar la bala. Esta cerca de la capa superior del corazón.

Qué fácil para mí sería manipular certeramente el bisturí para que todo parezca un intento de salvarle la vida cuando en realidad se la estaría quitando. Los nervios y el odio me hacen temblar. ¡Qué indecisión! ¿Si lo matara, sería un acto de justicia? Lucho sin tregua con mi odio, con mi necesidad de venganza. Es una gangrena que crece minuto a minuto. Tengo la oportunidad, tengo el deseo, tengo en mi corazón todo el odio del mundo: nada me detiene y sin embargo mi mano no me obedece. Algo en mis entrañas me dice que está mal. Toda mi vida me dediqué a salvar vidas, no puedo quitar una aunque se la merezca.

La cirugía es un éxito. No puedo matar, no puedo hacer justicia ni vengarme. ¡Qué débil soy! Mi alma me traiciona y cumplo el mandamiento hipocrático a rajatablas: le salvé la vida.

Salgo rápidamente del quirófano y me dirijo al jardín del hospital y enciendo un cigarrillo, para tratar de serenar mis nervios. La lluvia ha cesado y la luna resplandece en el firmamento. Me reprocho no haber hecho justicia teniendo la oportunidad.     

Como un pulpo tenebroso, mis recuerdos me envuelven y hacen revivir aquella noche que no podré olvidar jamás. Había terminado mi turno como médica en el Hospital Center. Me dirigía a mi vehículo cuando sentí algo asfixiante sobre mi cuello, era un potente brazo velludo. Casi no podía respirar. Sobre mi abdomen me invadió el frío metal de una navaja con la que me rasgó violentamente ni bata blanca y solo pude pensar que era la única que tenía y lo costoso de comprar otra; a tal punto sentí lo irreal de la situación que me llevó pensar en esa tontería.

Sentí mi cuerpo caer en el gélido pavimento, cuando me arrojó a él. Su fuerza era irresistible. No podía gritar porque su mano sofocaba mi boca. Todo mi ser se paralizó. Mis ojos solo observaban la tenue luz que se esparcía por el lugar y me sentí la mujer más sola del mundo. Todo duro un par de minutos pero para mí fue una eternidad. El atacante tuvo el descaro de no cubrirse su rostro. Sentí su jadeo inmundo mientras me abusaba. Después que terminó, huyó rápidamente. Tomé mi ropa interior y la traté de emprolijar: ¡Cómo si eso tuviera alguna importancia! No podía percibir mi entorno ni lo que me sucedía. Fue tan ultrajante que me pareció que no era yo quien vivía esos sucesos.  

La peor noticia que recibí en mi vida fue hace un mes, cuando me confirmaron que estaba embarazada de ese monstruo. El mundo en que vivía se desplomó. Fui arrojada al abismo, al pozo sin fin, al dolor eterno. Nada es igual a esto, nada. La muerte es un bálsamo que no me es permitido acceder. ¡Qué descabellado pecado cometí para sufrir tanto! ¿Es mi destino? ¿Acaso los seres humanos somos insignificantes hojas de árboles marchitos deslizadas al viento sin un propósito, sin un fin, solo la aleatoriedad es nuestro Dios? Cara o seca de la moneda. Nada predestina mi vida ni la conduce. No soy un fin, un motivo, solo una casualidad y todo lo que me rodea es así. Si eso fuera cierto: ¿por qué no lo maté? Hubiera sido solo su destino, su mala suerte y yo no tendría más responsabilidad que mi buena ventura. ¡No! Me resisto a ello. Somos algo más. No sé qué, pero algo más, seguro. Hay algo allí afuera que nos pone pruebas, situaciones, cosas que no comprendemos pero que al final, tienen un sentido, un objetivo. No somos solo hojas al viento.      

La noche cae sobre este jardín y el frío comienza a perturbarme. Me siento pequeña, indefensa, vacía como mujer. ¡Cómo quisiera ser una niña y volver a esos días con mi madre en los que todo era inocencia, felicidad, y la maldad era desconocida para mí!

 

***

 

Han pasado veinte años y tengo a Peter a mi lado. Es un joven maravilloso y afectuoso. Me quiere por sobre todas las cosas. Jamás le he dicho que su padre fue mi violador. No sé si he hecho bien, pero no quise empañar esta felicidad que siento por mi hijo.

Supe hace algún tiempo que su padre intentó nuevamente atacar a una mujer y fue descubierto, se resistió al arresto y la policía lo mató. Finalmente el Estado hizo justicia.    

 A través de los años he comprendido que no somos hojas al viento. La vida es un enigmático y complejo crucigrama que debemos descifrar día a día; no sé si Dios es el autor o el Demonio, solo sé que el amor, solo el amor, es el dirimente apropiado entre la justicia y la venganza. No me arrepiento de nada.  

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