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15 de Febrero de 1877, Burdeos (Francia)

Honore Mercier, el prestamista más conocido de la ciudad, vivía en la calle Saint James, en una ostentosa casona de estilo clásico.   

Siempre vestía de negro, contrastando con su blanca cabellera. Sus ojos eran celestes, pero con una extraña capa amarillenta en su córnea, tal vez producto de la avanzada diabetes que padecía.

Su rostro, impertérrito ante el sufrimiento y las congojas humanas, era lo primero que veían las personas que solicitaban su ayuda. Se aprovechaba de su miseria, como todo buen usurero.  

Ese día, fue muy ajetreado.

-Monsieur Mercier, necesitamos el préstamo –la mujer imploraba junto a su joven hija.

-No insista. No hay forma que le de el dinero que pide, no posee suficiente garantía – le respondió con una voz cortante.

La mujer casi de rodillas y con los brazos extendidos, insistía en su pedido. Honore miro fijamente a la hija de la suplicante. Una joven rubia con grandes ojos azules, muy atractiva a pesar de su humilde atuendo. De inmediato agrego:

-Tal vez tenga la garantía suficiente – sus ojos se pegotearon con humillante lascivia sobre la silueta de la joven. La mujer se indigno.

- ¡Es una niña!. ¡Acaso no respeta a nadie! – replico, mientras se secaba las lagrimas de sus ojos. Su voz se había tornado más apesadumbrada.

-Solo respeto el dinero y lo que puede comprar. Por eso lo cuido y lo tengo – su soberbia le salía por todos los poros de su rostro. Como percibió que no lograría nada de esa situación, les dijo a las dos:

- ¡Largo de aquí y no me hagan perder el tiempo! – su custodio, un hombre muy fornido y servil, las empujo hacia la puerta. Después de cumplir con ese mandato, se le acerco a su amo, quien le dijo sentenciosamente:

- Ves con la gentuza que tengo que tratar. Deberían canonizarme cuando muera, solo por la paciencia que debo tener.

Durante la mañana y toda la tarde, desfilaron esmirriadas almas con diversas necesidades económicas que requerían la ayuda del prestamista. Sin piedad cerraba sus abusivos tratos.  

La fortuna que había  obtenido con esta vil actividad, era enorme, pero no la disfrutaba; la guardaba, siempre con la intención de utilizarla para conseguir más dinero. Nunca se caso ni tuvo hijos, lo consideraba un desperdicio de tiempo.  

La noche calló rápidamente. Mientras cenaba, llamaron a la puerta de su casa. Como estaba solo, se levantó y fue a atender. Extrañamente no vio a nadie, solo se coló una ráfaga de aire muy frío del exterior. Tuvo una extraña sensación, como de algo sobrenatural que penetraba en ese lugar. Una especie de ángel justiciero. Lo sentía pero no lo podía ver. No creía en esas cosas, pero igualmente su cuerpo se estremeció por el miedo a lo desconocido y sobre todo, a la muerte. No quería rendir cuentas a nadie. Camino unos pasos hacia su sillón cuando sintió un fuerte dolor en el pecho. Casi no podía respirar. Súbitamente se desplomó.  

Al otro día, su mucama lo encontró tirado en el piso.  Fue asistido de inmediato. Se despertó en su cama, junto al médico:

-Que me sucedió doctor – preguntó Honore, muy aturdido.

-Quédese tranquilo, tuvo un infarto pero ahora esta bien – trato de tranquilizarlo con una piadosa mentira –. Además, lo deben querer mucha gente, ya que casi todo el pueblo esta afuera preocupado por su salud.

El prestamista no creyó esas palabras y le pidió que abriera la puerta para verlo desde su cama. Efectivamente, muchísimas personas estaban fuera de su alcoba e incluso bordeaba toda la casa. Era una gran masa en silencio y expectante. Había rostros de dolor y llantos estrepitosos. 

Honore no lo podía creer. “Al fin reconocen mi contribución a sus miserables vidas”, se dijo. Ordeno que cerraran la puerta y se reconforto en su cómoda y caliente cama.

Al anochecer,  su corazón, que tal vez se canso de su perverso amo, decidió abandonarlo.  Su muerte fue súbita pero no impredecible.

De inmediato, el rostro de todas las personas que estaban en ese lugar se trasformaron en profundo odio y revancha. Entraron como chacales, buscaron por todas partes, hasta encontrar la caja fuerte. La abrieron y destruyeron todos los documentos, pagare e hipotecas de sus deudores. La enorme fortuna en monedas de oro que guardada fue distribuida proporcionalmente entre los presentes. Cuando terminó el saqueo, el cuerpo quedo solitario y en la fría habitación; desnudo como todos los seres humanos ante la presencia del Creador.   

Como el médico y el jefe de policía le debían mucho dinero, no objetaron nada de lo sucedido. Solo tomaron su parte. Todo se considero como una justa redistribución de riqueza. Además, no tenía familiares que reclamaran nada.   

 

En su lápida, debajo del nombre, fecha de nacimiento y fallecimiento, hay una inscripción irrespetuosamente desprolija  y marcada con un objeto cortante que reza: “cosechaste lo que sembraste”.  

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