ENCUENTRO SANTO II
Después de unas ferias del pueblo, al día siguiente salimos Fabiola y yo a buscar a alguien para que nos trasladara 9 arrumas, de 20 sillas rimax cada una, de la cocina del salón social del club a la sala del mismo, más o menos 8 o 10 metros, puesto que necesitábamos desocupar la cocina para unos arreglos en el techo. Obviamente, es indescriptible el estado de basura y berrinche por todas partes del centro de la población; personas borrachas y botellas vacías de licor se enmarañan entre los escombros de mugre y de pobreza que nos deja esta estúpida celebración aldeana. La miseria y la estolidez humana se deducen, se extraen de este doloroso panorama.
Nosotras indagábamos por alguien en particular pero no lo encontramos, en aquel momento nos decidimos a preguntar a varios de los señores que trabajan así, como a lo que resulte, al diario como quien dice. Uno de estos parroquianos nos dio un precio que nos dejó asustadas, nos sentimos casi tumbadas, este hombre nos dijo: “si, vale $20.000”. Guau, casi nos vamos de espalda, dimos la vuelta y nos fuimos a hacer nuestro presupuesto de ignorantes: “nooo, tan descarado, nos vio la cara, en eso se echará 10 o 15 minutos cuando mucho, eso no vale más de $5.000”. Descartado este desfachatado individuo y al no encontrar a un conocido para que nos colaborara con el acarreo de las sillas, nos volvimos para el club sin hacer la diligencia.
Pero, en el camino de regreso encontramos a Carlos, un vagabundo del pueblo que otrora fuera un buen profesor de Castellano. A Carlos lo conocí hace como 25 o 30 años, era mi profesor de español y literatura en el Colegio. En esa época ya tenía fama de vicioso, al menos eso era lo que decían los muchachos, yo la verdad no les prestaba atención, pero como dicen por ahí “para verdades, el tiempo”. Así pues, nos llevamos a Carlos para que nos cambiara las sillas de lugar.
Fabiola le pasó un poco del juguito de mora con leche que ella se iba tomando y Carlos lo tomó sin problema alguno. Llegamos al club y empezó el trabajo.
Desde el mismo instante en que empezó a mover los arrumes de sillas rimax, Carlos ya estaba sudando y jadeando, parecía que no terminaba. Fabiola y yo, ya llorábamos, nos arrepentimos de la observación que hicimos acerca de lo fácil que calculamos y valoramos ese duro trabajo, del cual, obviamente ninguna de las dos sabíamos lo más mínimo. A la medida de nuestras posibilidades, tratábamos de ayudar un poco, más por el miedo que teníamos de que ese hombre se nos cayera ahí, que por un verdadero sentimiento de solidaridad. Mientras tanto, nosotras comentábamos y nos preguntábamos cuánto le íbamos a pagar a este hombre.
En fin, en medio de lamentos y descansos Carlos hace el siguiente comentario para sí mismo: “… la juventud se fue…”. Yo pensé: “si mijo, de usted ya no queda nada…”. Y en verdad, yo tan solo veía un pobre anciano desvalido. Sin embargo, esa frase dicha por este desgastado hombre retumbaba en mi cabeza: “… la juventud se fue…”. Entonces llegué a la conclusión de que también Carlos me la estaba aplicando a mí, porque él también me conoció joven y bonita, ahora tan solo me ve una protuberante barriga, un cabello canoso y arrugas y manchas en la cara.
Esa es la vida, en la vejez reflejamos los excesos de la juventud. La vejez es un libro que se escribe con las historias de nuestra juventud. Carlos está acabado por la rumba y el vicio y yo estoy acabada por el estudio y el trabajo. Pero sea como sea, los dos ya estamos viejos y vejez es vejez, tenga el cimiento que tenga…
Al finalizar el trabajo Carlos nos cobro $5.000 y no tuvimos valor para darle esa miseria y le dimos $16.000.