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      Hoy fue una mañana de sorpresas y sobresaltos. Como todas las mañanas concurrí al supermercado del barrio. Cuando comenzaba a elegir la mercadería, me encuentro con el vecino Don Pedro, que me dice: “Se enteró vecino que anoche murió Juanita”. Sin mediar palabras y agradeciendo a Don Pedro, regresé casi corriendo a mi domicilio, para informar a la familia. 

Esa querida vecina que por muchos años vivió muy cerca de nuestra casa, hoy había muerto. Decidí de inmediato concurrir a su velatorio para saludar a sus familiares directos. Acongojado y con mi voz entrecortada saludé a su esposo José María, quien agradeció mi atención, continuando su plática iniciada con sus compañeros de trabajo. La hija en un rincón de la sala velatoria, gesticulaba moviendo sus brazos, como contando la historia reciente. Me acerco con el respeto ante la situación vivida,  y un fugaz muchas gracias, fue su respuesta. Mi condición de buen cristiano, me traía a la memoria durante todo ese rato, la fría situación que tenía ese esposo e hija por ese ser querido. Me sentí desmoralizado y busqué en mi memoria aquella frase de un amigo: “Pobres lo que se van”.

  Parado en medio de la sala, mis ojos parecían que estaban viendo otra película. Se dirige hacia mí la vecina Juanita, para mí la muerta, quien me abraza diciéndome: “Gracias vecino por venir, la pobre tía Juanita ya tenía noventa años, y sabíamos que en cualquier momento se nos moría”. Pocas palabras me quedaron para responderle, decidiendo retirarme del velorio equivocado.

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