Ahí estaba, con su sonrisa escasa mostrando que el tiempo se había robado su brillo. Estaba allí esquivando su mirada, ocultandola tras la sucia cabellera que chorreaba por su rostro.
El sol no le favorecía pues de su piel brotaban los resultados de días prolongados junto a él, pero era imposible evitarlo, porque ese candente astro se había convertido en su más intimo amigo en aquella desdichada vida que le había tocado vivir.
Llevaba puesto pantalones, unos que parecian cobrar vidas, porque al mirarlos era como si le gritara ya no sirvo para más déjame partir, el tono del mismo era confuso, pues se habían perdido entre la mugre y la suciedad, se ve que hace mucho tiempo, y largos tan largos, que baldeaban el piso al ir de acá para allá.
Pues seguía allí, el color de sus ojos nunca los conocí porque nuestras miradas jamás se cruzaron, y aunque su presencia era tan evidente, a algunos parecía no importarle, y yo al cruzar por su lado de vez en cuando, sólo rogaba a Dios que su suerte cambiara, aunque nunca me acerqué, nisiquiera para darle alguna moneda, de esas que dos o tres dejaban caer en aquel pedazo de carton, que aveces extendían aquellas manos, sus manos, marcada por los años.
Aunque su presencia no fue invisible para mi, no pude hacer más que mirarle cuando me encontraba por aquel camino, y hoy a la verdad, no se que ha sido de ella, ya no ando más por ahí, sólo me quedan sus recuerdos, aquellos de cuando fuí itinerante en aquel camino.