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El lector de esta historia entrará literalmente en el cuerpo físico de la protagonista. Verá el exterior a través de las concavidades de sus ojos y sentirá todo a través de su piel.  Vivirá los sucesos y acontecimientos, en tiempo real. “Protagonista y lector se fundirán en una sola persona”. El narrador será un simple espectador,  como una cámara cinematográfica, que plasmará en este papel todo lo que observa.     

En este preciso instante comienzas a penetrar en el cuerpo de Aiko, joven mujer japonesa. Sientes su frágil y pequeña estructura de huesos, tratas de acomodarte entre los intersticios de su tórax, te deslizas suavemente por sus brazos y piernas, para finalmente ingresar a su cabeza.

Comienzas a abrir tus rasgados ojos, te los refriegas para ver mejor alrededor. Luego te palpas el cuerpo con las manos.  ¡Sí, sucedió!. 

Tú, querido lector, que estás allí frente al texto, eres “Aiko”. La transformación esta completa ahora.

Te sientes raro ya que no sabes lo que te va a suceder. No te preocupes, el narrador te lo irá contando y así te enterarás de todo lo que haces y sientes en esta historia.

 

***

 

Es de noche. El verano se ha presentado, como siempre, caluroso y húmedo.

Caminas lentamente por una callejuela. Estás vestida con un kimono floreado,  de vivos colores y mangas anchas que cuelgan, llamado “Furisode”. Las jóvenes japonesas lo acostumbran usar. Tus pies están adoloridos por las duras sandalias que tienes y el largo camino que has recorrido.     

De pronto, divisas tu hogar. Una modesta casa,  construida con una fuerte madera de color oscuro; tiene un hermoso y cuidado jardín delantero. Lo primero que percibes es el penetrante olor de las azaleas y  hortensias. Las acaricias con tus manos y luego ingresas.

Inmediatamente, como es costumbre en Japón, dejas tus zapatos en los “genkan”, detrás de la puerta. Tomas las pantuflas que están allí y continúas hacia el interior. Casi no hay muebles, como es habitual.  

Después de la primera habitación, hay un “shóji”, puerta corrediza cubierta con papel traslúcido sobre un marco de madera. La deslizas hacia un lado e ingresas. Te encuentras con tu pequeña hija Izanami, de ocho años.  La saludas y besas en la mejilla.

Las dos están solas en la casa y en la vida. Luego de intercambiar algunas palabras formales, ambas se sientan sobre cojines,  junto a la pequeña mesa de madera negra, muy cerca del piso. Se predisponen a cenar.

― ¡Izanami!, cuantas veces te he dicho que tienes que abrir despacio la cajita y tomar tus “ohashis” delicadamente ― le ordenas a tu hija.

―Ah, son estos palitos para comer… ― te sonríe socarronamente. Luego, agrega resignada  ―. Ya lo se madre, solo bromeaba. 

Inmediatamente, le acercas el único plato de arroz con atún que preparaste antes de irte y ahora se lo ofreces.  

― ¿Tú no comes madre? – te pregunta inocentemente Izanami.

― No hija, no tengo hambre ―. ¡Sí que la tienes!, pero es lo único para cenar y no se lo negarías a tu propia hija.     

― ¿Por qué tienes que ir todas las noches a ese lugar tan desagradable, con esos hombres horribles? – te interroga la pequeña, luego de comenzar a comer. 

―Porque trabajo allí y necesitamos el dinero que me pagan ― le contestas con voz determinada y mirada cortante.

La niña se queda pensativa, no comprendiendo muy bien lo que le explicas. Incluso no entiende porque su madre trabaja; en los otros hogares, es el hombre.

― ¿Papá, donde está? ―. Insiste Izanami, inclinando su cabeza hacia arriba, mirándote tiernamente con sus brillantes ojos negros.  

Te enfadas y le contestas:

― ¡ Hoy estás insoportable con tantas preguntas!. Ya te he dicho que tu padre murió cuando naciste. Es todo lo que tienes que saber. ― Te quedas con la mirada fija hacia el infinito, sin darle más explicaciones.   

―¿Tienes una fotografía de él, mamá? ― vuelve la niña con preguntas. Su tozudez te parece inaudita.    

―!Ya basta Izanami!. Termina con eso. Solo estamos tú y yo – le dices visceralmente. No te reconoces haciendo eso, pero la irritación te supera.  

El silencio vuelve al lugar. Tú sigues con la mirada fija hacia la nada y con un estomago hambriento. 

Cuando termina de cenar, la tomas de los brazos y la llevas a su dormitorio. Sientes su frágil cuerpito de niña, su calor en contacto con tu pecho. Eso te reconforta. Es tu creación. Es tu vida.  

Delicadamente ingresas al lugar y la deslizas sobre un colchón, en el suave piso de “tatami”. Es cómodo. Le das un beso en la frente, le acaricias la mejilla con tu mano y luego te levantas para retirarte.  

Vuelves a la habitación principal y te quedas pensativa. Tomas una caja muy vieja. Le quitas la tierra que tiene sobre ella y la abres.  

Lo primero que aparece es una fotografía del amor de tu vida, William Scott. Están los dos abrazados a orillas del mar. Se ven felices. El era un “gaijin”, como tu familia lo llamaba y como lo llaman los japoneses a todos los extranjeros, en forma muy despectiva.   

Las lágrimas se reflejan en tu rostro. Sigues revolviendo su contenido. Encuentras una carta amarillenta. Te tiembla el pulso. Desdoblas sus pliegues y te detienes. Es doloroso para ti. Intentas leerla, aunque sabes de memoria lo que dice: “Aiko, mi amor. No tuve la suficiente valentía para decírtelo pero debo marcharme a Inglaterra. No puedo llevarte conmigo. Lo siento.”

Fue un breve y apasionado idilio con un final triste. A veces, se puede amar desenfrenadamente a alguien que no se lo merece, que no es digno de ese amor. No es la primera vez y no será la última.  

Como te habías relacionado con un “gaijin”, todos te despreciaban. Además, el embarazo de Izanami, no te ayudó. Esos días fueron terribles.  

No tenías recursos para sobrevivir y el entorno de tu país en guerra, no era alentador. El hambre y la desolación se cernían por doquier. La miseria humana en todas sus expresiones, florecían.

Intentaste otras alternativas, pero nada resultaba. Solo la prostitución funcionaba en ese lugar de miseria. No es algo nuevo, por cierto.

Tu rostro juvenil, la lozanía de tu piel y sobre todo, la candidez de tu espíritu, fueron los componentes apropiados para que los proxenetas se aprovecharan, como chacales. No podías ver perecer a tu hija. Ese profundo sentimiento de protección,  está tan arraigado en las madres, que es redundante mencionarlo.

Pero aún así, la paga y los alimentos racionados, no son suficientes. Además, la competencia es feroz. Muchas jóvenes japonesas se prostituyen por una hogaza de pan. En una porqueriza, todos los animales se comportan como tales. 

Sigues con la mirada en el profundo infinito. El sopor te gana la batalla y te quedas dormida en ese lugar.

 

***

 

Es de mañana y el cielo esta plomizo. El sol lucha por asomarse entre las nubes, sin conseguirlo.

Te despiertas. Tus ojos están sollozantes por tu vida y la de Izanami. La angustia se apodera de tu cuerpo. Sientes el frío de la soledad.

Caminas hasta tu jardín y te sientas en la hamaca, de un fuerte cordón entrecruzado. Siempre lo haces, cuando estás triste.

Izanami se te acerca, con lagañas en sus ojos; tú solo atinas a ir a su encuentro y  abrazarla fuertemente.   

― Hija mía, eres todo para mí. No sé qué haría sin ti. Eres mi esperanza y mi futuro ― le dices, con firmeza. La larga noche fue muy benéfica para ti. Tu alma se ha transformado.

La niña está desconcertada, pero percibe en tus ojos, lo importante de esas palabras. Tú estás arrodillada y ella de pie abrazandote por el cuello. Tú le acaricias su suave cabello negro. El mañana puede ser mejor. Tienes esperanzas. Todo puede cambiar si uno se lo propone, piensas.

― Izanami, hoy voy  a dejar ese trabajo. Te lo prometo. Buscaré otro digno de mi ― le dices con voz entrecortada, las lágrimas casi no te dejan hablar.

― ¡En serio mami!. ¡Qué feliz soy! –. Te da un beso en la mejilla. Eso hace estremecer todo tu cuerpo.

Una mujer y una niña han logrado afrontar sus destinos. Nada puede detenerlas en su futuro. Son dos hermosos seres que han renacido de las oscuras cenizas de la desolación.     

Están abrazadas en ese jardín que tanto aman y quieren. Tus ojos brillan como nunca. Los de tu hija, también.

Vuelves a sentir el cuerpito de Izanami, fundida en tu piel. Su calor te apacigua. Solo piensas en el futuro, en lo que vendrá. Vislumbras las tenues luces del mañana. Todo será mejor que el presente: “debe ser así y lo será”.    

De repente oyen un zumbido ensordecedor y miran hacia arriba. Ven algo indefinido que se aproxima desde el cielo, a toda velocidad. No saben lo que es pero sienten que no es algo bueno y se abrazan, aún más fuertes. Continúan mirando el impredecible destino.

“Solo son dos caritas redondas con ojitos rasgados dirigidos al inmenso cielo”.  

Hay unos instantes de silencio tétrico. Luego sobreviene una compacta oscuridad y finalmente, la nada.   

Son las ocho y cuarto de la mañana del 6 de Agosto de 1945. Tu ciudad es Hiroshima. La primera bomba atómica de la humanidad, acaba de caer.

 

***

 

“El motivo que justifica la crueldad de las bestias, es su instinto. ¿Cuál es el del hombre ?”.  

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