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Capítulo 9: “El juicio”

Estrella, después de haber contribuido con su cuerpo a satisfacer los deseos sexuales del Centurión, consiguió una breve visita a Juan que, preso y torturado,  arrojado sobre un colchón de pajas, en un sótano oscuro que despedía un fuerte olor nauseabundo, ensangrentado y lacerado, casi inconsciente, levantó lentamente la cabeza al ver que la pesada puerta de rejas se abría y la figura de Estrella se dibujó entre penumbras.

El Peregrino no advirtió que era ella, entreabrió sus ojos, una turbidez desdibujaba las figuras en su entorno, trató de incorporarse pero su fortaleza física disminuida casi inválido, volvió a caer. Estrella corrió y se echó sobre su cuerpo.

Llorando imploró:

-¡Oh Peregrino no mueras, os lo suplico! ¡Fuerte y digno de vivir!

Él escuchó la voz de Estrella como un eco que provenía desde muy lejos, sonrió y volvió a inclinar su cabeza contra la húmeda y maloliente paja, rendido tal vez, no tuvo deseos de pronunciar palabras. Estrella besó sus cabellos ensangrentados entonces el Peregrino musitó:

-He dicho mi verdad. Por ello estoy pagando un precio muy alto. Acaso el hombre ¿debe vivir mintiendo? ¿No puede manifestarse con plenitud? ¿Debe permanecer esclavo de los antojos de los demás?...¡Oh Estrella! Gracias por vuestras bondades. Jamás olvidaré este gesto de amor que habéis tenido hacia mi persona.

-Os amo, Peregrino.

-Yo también os amo. Pero, debéis iros, soy un cadáver a partir del momento en que el sacerdote ordenó mi detención ¿Qué podéis haceros con un cadáver que solo es nada?

-Os amo, aun si estáis muerto, más te amo.

-Dulce Estrella –su voz se iba apagando lentamente – es gratificante morir escuchándote, no os detengáis amor…

Pero, el Peregrino no iba a morir, solo un fuerte desmayo que lo mantuvo inconsciente por espacio de unos minutos.

Estrella trató de auxiliarlo, pero el centurión la tomó con fuerza y la echó hacia fuera de las rejas que separaban el habitáculo donde el Peregrino se encontraba y un oscuro pasillo que conducía a la salida.

-¿Por qué no me  dejáis estar con él?

-¡Basta ya prostituta! Es tiempo de que os marchéis ¡Fuera! – sentenció.

***

El Peregrino fue llevado ante el Sumo Sacerdote. Habían transcurrido dos días de su detención. La noche había caído cuando las puertas del templo se abrieron y el reo fue conducido ante los insultos agraviantes del público que había logrado introducirse en la nave principal del templo. El Sumo Sacerdote sentado en un trono de oro macizo sus manos enjutas se entrelazaban junto a un cordel de fino cuero con engarces de rubíes y esmeraldas. Sobre su cabeza la mitra símbolo del poder religioso tenía el signo de una estrella de cinco puntas.

A pesar del agotamiento físico que el Peregrino tenía, es lo que le llamó la atención, esa estrella de cinco puntas y no de seis o una cruz.

Un sacerdote de menor rango se acercó al Sumo Pontífice y le retiró la mitra, el sacerdote retrocedió entonces tomando la mitra entre sus manos y reverenciando al ilustre jefe.

-¿Quién sois? – preguntó entonces el Sumo Sacerdote.

-Soy un Peregrino. Mi nombre es Juan – respondió con voz tenue.

-¿De que se le acusa? – Preguntó dirigiéndose al sacerdote acusador.

-¡Blasfemia! – tronó la voz del sacerdote – Incitó a desobedecer las leyes trasmitidas por los profetas a través del Dios único.

-Vos –dirigiéndose al Peregrino - ¡Qué tenéis que deciros en vuestra defensa!

-Lo que yo os diga será insubstancial para vuestro pensamiento y vuestra conducta de obrar conforme a las normas prescriptas.

-Debéis defenderos Peregrino, por vuestro bien, aunque os condenemos, tu derecho a la defensa estará garantizado.

-He arremetido contra vuestros falsos profetas. He advertido a los inocentes que fueron  engañados por vosotros, por vuestros profetas, las leyes fueron escritas con una sola finalidad: mantener el poder sobre los miembros de esta comunidad. Os contaré una historia, si me lo permitís…

-¡Seguiréis renegando  pergeñando mentiras para salvaros de la muerte!

Intervino el sacerdote acusador, pero el Sumo Sacerdote levantó su brazo derecho y sentenció:

-¡Dejad que diga lo que tenga que deciros!

-Esta historia se produjo hace dos mil años, en otra época, en otro tiempo, en otro espacio. Un hombre, que dijo ser el hijo de Dios, llegó a la tierra y a los treinta años comenzó su prédica, se reunió de doce apóstoles que le siguieron hasta su martirio final ¿Qué cosas dijo éste hombre al que llamaron el Cristo? Solo vino a predicar la Palabra, pero, sus enseñanzas estaban dirigidas a liberar el alma del hombre, a fortalecerlo, enseñando que el amor al prójimo es el mandamiento más importante, no hizo otra cosa que hablar de amor y sentenciar a aquellos hipócritas que interpretaban las leyes de Moisés conforme a su arbitrio a fin de no perder el poder sobre los indefensos crédulos que de esa forma habían perdido su libertad interior. A estos intérpretes de las leyes mosaicas los llamó fariseos. Vosotros sois los fariseos de estos tiempos. Sí era el hijo de Dios no debía cometer errores, en su perfección superlativa, imaginó que debía romper con las leyes que escribieran los Profetas, pero, he aquí un hecho curioso: Nunca renegó de las leyes proféticas, antes de morir dejó un mensaje subrepticio que sus seguidores no entendieron o no quisieron entender, precisamente para no perder el poder que ahora iban a detentar a través del anuncio de la Palabra, lo que Él llamó el evangelio. Digo entonces que su mensaje era claro: una nueva alianza, rompiendo con las ataduras que conducían a la degradación del hombre. El interpretó el concepto de la existencialidad y de la libertad. Los que lo sucedieron lo distorsionaron intencionalmente.

Yo he repetido, siendo un ateo, que el mensaje que he recibido es restituir el concepto de Aquel que fue crucificado. Pero, no he podido enfrentar este desafío porque vosotros me lo impedís.

El Sumo Sacerdote lo interrumpió:

-Con esto queréis significar que ¿eres el Mensajero de la Palabra?

-Vos lo habéis dicho – exclamó el Peregrino.

El templo retumbó en gritos e insultos hacia el acusado. Todos querían decir algo en contra de aquel pobre infeliz que estaba condenado desde el momento en que fuera detenido.

El Sumo Sacerdote ordenó silencio y dirigiéndose al Peregrino le dijo:

-Acaso ¿Querríais cambiar lo que hemos construido en tantos siglos?

-La torre se desmorona, Sumo Sacerdote – respondió el Peregrino.

-Debo dictar sentencia, Peregrino.

-Espero vuestra decisión. Pero antes he de manifestaros que no ha sido un justo juicio.

-Las leyes son perfectas, Peregrino. Las ha dictado el propio Hacedor del Universo.

-Estas leyes van a ser destruidas, Sumo Sacerdote.

-¡Quién lo dice! – exclamó el sacerdote acusador.

-Aquel que me envió y me ungió.

-Sois  un  farsante que lo único que buscáis es protagonismo para embaucar a la plebe y levantarlos contra la religión y el Emperador.

-¿Me acusáis ahora de levantarme contra la autoridad del Emperador?

-¡Sí! – profirió el sacerdote – pérfido…

-Pues – añadió el Peregrino – sometedme a las leyes de su jurisdicción.

El Sumo Sacerdote volvió a ordenar silencio, levantando su brazo derecho sentenció:

-No se trata de la jurisdicción del Emperador, éste hombre ha transgredido las normas que establecieron nuestros profetas. El debe ser juzgado por nuestras leyes. He decidido dictar sentencia.

Se produjo un silencio total y expectante entre la multitud allí reunida, el sacerdote acusador, observó con sorpresa al Sumo Sacerdote, quería manifestarle que todavía no había concluido con sus acusaciones, que lo dicho no era suficiente para condenarlo a la pena más grave: la muerte.

El Sumo Sacerdote no lo miró, es más no quiso girar su mirada hacia el lugar donde se encontraba el sacerdote acusador. El silencio se prolongó por espacio de unos segundos, hasta que la voz del Sumo Sacerdote se escuchó firme y resonante:

-¡Peregrino! – Sentenció -  No hay razones suficientes para una condena a muerte, pero sí se ha probado aquí que habéis cometido blasfemia contra nuestras leyes, costumbres y tradiciones de nuestros hombres que han interpretado la Palabra de nuestro Dios, por eso os condeno al destierro, deberéis partiros en este instante y si por algún motivo retornaseis inmediatamente serás puesto en prisión y vuestra condena será la muerte. Se ha hecho justicia.

E inmediatamente el Sumo Sacerdote se levantó de su trono y se retiró.

Los centuriones dejaron en libertad al Peregrino, quien antes de desvanecerse fue tomado por un hombre que – aunque no lo advirtiera el Peregrino – estuvo muy cerca de él durante todo el tiempo.

***

Cuando Juan despertó recostado en un camastro en una pequeña choza, junto a él se encontraban Estrella y el hombre que le había salvado de una caída cuando sufrió el desvanecimiento, el hombre se presentó:

-Mi nombre es Jafén, sabio Peregrino.

-¿Vos me habéis asido cuando perdí el conocimiento? – preguntó.

-Sí. Ahora estáis lejos de Palestina, han transcurrido varios días. Habéis tenido mucha fiebre y aquí tu amada os ha cuidado con esmero.

-¿Por qué me habéis salvado?

-Porque habéis hablado con la verdad.

-Sois el único que cree en mi verdad.

-No, Peregrino – respondió Jafén – somos varios que os seguiremos en el camino que vos tenéis que andar.

El Peregrino lo observó con detenimiento, luego de un mutis, preguntó:

-¿Cuántos sois?

-Ahora, en éste preciso momento se encuentran fuera, once.

-Con vos, sois doce.

-Sí – afirmó Jafén.

Juan meditó un momento, no estaba seguro de lo que iba a decir, pero al final se animó y arremetió al samaritano:

-Decidme Jafén – hizo una pausa y luego continuó - ¿Sois de este tiempo?

Jafén sorprendido expresó:

-Sí. Lo soy…pero…

-No, no sigas Jafén, tengo una impresión acentuada que conocéis la historia.

-La que vos habéis contado en ocasión de tu defensa.

-La misma – hizo un movimiento con las manos a fin que Jafén se le acercara – Jafén…os digo que aborrezco la mentira y vos…me mentís. Yo no soy Aquel. No repito la historia en este tiempo. Soy el que soy. Tengo otra historia que enfrentar, totalmente distinta a la que vos conocéis. No imitaré a Aquel porque no soy Aquel, soy Juan el Peregrino, que trata de hablar de su propia verdad.

Jafén no pudo pronunciar palabra, su rostro se volvió mustio y no pudo contener lágrimas en sus ojos.

El Peregrino prosiguió:

-Si queréis permaneceros a mi lado, deberéis entenderos cual es mi posición en materia religiosa. Oíd bien Jafén lo que os acabo de deciros. Sí estáis conmigo, deberéis aseguraos que el que os habla está con la verdad.

-Estoy con vos y me avergüenzo de haberos mentido.

-No  volváis a repetiros ¡jamás! – sentenció.

Estrella que hasta ese momento había permanecido en silencio, atenta al diálogo entre el Peregrino y Jafén, dirigiéndose a Juan preguntó:

-¿Volveréis al lago Tiberiades?

-Claro que sí – manifestó el Peregrino – no he de  menguarme ante esos hipócritas.

-Os matarán. Os lo suplico no lo intentéis.

-Estrella – expresó con algo de dulzura, poco frecuente en él – debo advertir a estos crédulos que la verdad triunfa sobre la mentira.

-Acaso ¿Sabéis quien tiene la verdad?

-Sí, lo sé. Me será revelada.

-Entonces no iréis hasta que os revele la Palabra.

-Debo obedeceros a Aquel que me la revelará. 

-Pues –ya borde de la histeria exclamó – Quedaos aquí, junto a mi y a los doce.

-Oídle Peregrino el sabio consejo que os ha dado.

-No depende de mí, ya os lo he dicho.

Y el Peregrino regresó al Mar de Galilea dos lunas nuevas después que Estrella le rogara que no viajara.

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