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Capítulo 8: “El Peregrino arenga a la multitud reunida a orillas del Mar de Galilea”

A pocas millas de Cafarnaúm

-Oíd pobres mortales que estáis reunidos a orillas de éste histórico lago ¿A quien esperáis? Tal vez ¿al Hombre que ha venido a redimirlos? El ya estuvo en otro tiempo y en otro espacio. No lo esperéis en vano. No vendrá. Puedo asegurarlo – enfatizó. Oíd – repitió con más fuerza – mirad vuestro interior. Allí en vuestra conciencia está latente vuestra libertad. Es la existencia misma de vosotros incrédulos mortales. En ella radica la perfección y no la sabéis usar. No sabéis y no comprendéis lo que es conocer y disfrutar de vuestra propia libertad interior.

 ¿Qué os han enseñado vuestros Profetas? Sólo el temor a vivir en libertad. Eso es lo que os han enseñado durante siglos y aún hoy no podéis diferenciar lo que es agradable a vuestra conciencia de lo que no lo es.

Os diré lo que ha acontecido durante tres mil años. La simiente de la pérdida de la conciencia libre del hombre comienza con la disertación de aquellos que se denominaron así mismos los “legatarios del Señor”, ellos y no otros, con la certeza que, todo un pueblo sentiría el llamado de lo que éstos serviles de la nada ahuyentando la verdad revelada idearon una especie de anticonciencia colectiva, adicta a sus propios intereses, plagada de mezquindad, hipocresía y de mentiras.

No hacía falta que éstos hipócritas bajaran desde los montes, iluminados por la Palabra para que vosotros  tomaren conciencia de ser. La esencia de la existencia se encuentra en la libertad de cada uno de vosotros, como entes pensantes, en última instancia y me resigno a reconocerlo porque yo sí he hablado con Él,  el que está por encima de vosotros, es el único que tiene la esencia en sí mismo y en consecuencia esto no lo hace un Ente Superior, solo un Ser que observa, contempla lo designios del universo. Nada existe entonces sin la toma de conciencia de que existe en el interior de cada uno de vosotros la libertad. Seréis libres si consideráis que sois libres. Libre de toda contaminación que provenga desde el exterior y que condicione vuestra decisión de ser o no ser.

Los falsos profetas han cumplido con excelente resultado acallar el interior del hombre ¿cómo? Vosotros os preguntáis. Y yo os diré cómo lo han hecho: infundiendo el temor al Ser Supremo, condicionando las conciencias a través de leyes que reprimirán gravemente su desobedecimiento.

Todos ellos han hablado del amor de Dios. Pero ese amor siempre está dirigido hacia ellos y no hacia vosotros. El amor de Dios lo anuncian ellos mismos, como depositarios absolutos de su profunda conectividad con Dios.

¿Quién cree esto? Solo aquellos que los siguieron y perdieron su libertad a causa de éstos que se las quitaron con el solo propósito de doblegarlos a su propia voluntad y arbitrio.

Mientras esto decía el Peregrino, llegaron al lugar dos sacerdotes escoltados por centuriones, uno de los sacerdotes le reprochó:

-¿Quién os creéis que sois para blasfemar contra Dios?

El Peregrino respondió:

-Blasfemar contra Dios…¡Jamás!...he hablado con la conciencia libre de deciros a estos pobres infelices la verdad…

-¡Qué verdad! – Vociferó el sacerdote – solo habéis dicho mentiras, horrorosas mentiras contra nuestros profetas.

-¿Sois acaso un profeta? – preguntó el Peregrino.

-No lo soy. Soy un fiel servidor de la Palabra de Dios.

-¿Quiénes han escrito la Palabra? ¿y para quienes sirven estas reglas? – volvió a preguntar el Peregrino.

-La revelación a través de aquellos a los que vos habéis desprestigiado con la mentira en vuestra lengua viperina. A la segunda pregunta no respondió el sacerdote

- Mi lengua está limpia sacerdote – respondió el Peregrino – sabedlo bien y que sean testigos todos los aquí presente, habéis vivido en un mar de mentiras. No hay tal revelación. Las normas a las que vos llamáis las reglas han sido establecidas por vosotros, los que os llamáis profetas y tienen por cualidad establecer un orden de carácter divino a fin que los pueblos las cumplan sin retaceos infundados por el temor al castigo de Dios.

-¡Otra vez blasfemáis, Peregrino! El mal se ha incrustado en vos. Si no existen las reglas el orden no impera en una sociedad organizada.

-El orden normativo es pura creación del hombre. Es lo que vengo sosteniendo y vos tratáis de revertir mi planteo, sacerdote. No me importa que vos me llaméis blasfemo… Nada que provenga de lo encumbrado con lo religioso tiene validez, es por cierto, inmoral, contrario a la voluntad de Aquel que todo lo ve y  que mi conciencia rechaza.

-¡Centuriones! – ordenó el sacerdote- ¡Tomad por prisionero a este sacrílego y llevadlo ante el Sumo Sacerdote!

El gentío se desplazó agitadamente, algunos pidieron por el Peregrino, pero inmediatamente corrieron a fin de no ser alcanzado por  alguna espada de los centuriones que cumplían con la orden impartida por el sacerdote.

El Peregrino se entregó sin oponer resistencia. Estrella entonces se postró ante el sacerdote y pidió clemencia.

-¡Oh noble señor! Dejadlo libre. No está en sus cabales…

-¿Qué os decís Estrella? – alcanzó a preguntar el Peregrino cuando recibió un rudo golpe en su cabeza que le hizo perder el conocimiento.

-¿Os juro que es la verdad, noble señor!

-¡Retiraos prostituta! – Exclamó el sacerdote mientras se limpiaba su toga que había sido tocada por Estrella – no seré manchado por la impura – expresó en lengua aramea.

Allí quedó Estrella sobre la arena, su rostro mojado en lágrimas y sus cabellos rizados envueltos con la arena de aquella playa que fuera testigo de una revelación. Revelación que no entendieron o no quisieron razonar los que presenciaron las palabras del Peregrino.

Era otra época. No era su tiempo. No estaba presente la impronta de paso a paso toda la cultura que absorbió occidente en casi cinco mil años.

El Peregrino no imaginó que él, solo él había aprendido todo de aquella cultura que se fue forjando a través del tiempo y que, desde los comienzos, cuando  un profeta se aventuraba a marcar el ritmo de la historia al compás de una narración bíblica, fue construyendo el marco referencial de la transformación de la cultura occidental.

El había aprendido de los griegos, de los romanos y por último de las enseñanzas teologistas  empapadas de un evidente derrotero que provenían de los evangelistas que interpretaron la Palabra.

Contra esa cultura normativa, moralista y amordazadora de la libertad humana, se rebeló el joven Peregrino.

En ese tiempo que le tocó vivir, fuera de toda dimensión, él no supo que nada había cambiado, que todo seguía igual y que el mundo había sido construido tal como las enseñanzas de aquellos a los que él denostaba con exaltación.

Inmerso en un mar de contradicciones, la rebeldía del Peregrino no iba a pasar desapercibida por las sociedades que sí, habían puesto todo su esfuerzo, por crear un orden normativo que mantuviera las mentes de sus sujetos, sumidos en la más cruel de todas las oscuridades: la quimera que solo se alcanzaría el perdón cumpliendo con los preceptos que el Supremo Hacedor del Universo envió a sus elegidos.

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