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Ir a: Los dogmas, el placer y el sexo (“Seguiré viviendo” 61a. entrega)

Llegué a la clínica por primera vez tras un vómito de sangre que sin tratarse hubiera podido adelantar mi muerte. Tiempo después, volví para quedarme. Todos repetimos una mentira que nunca nos creímos: que volvería a la casa. No es que mi estancia en el hospital, en contra de lo razonable se prolongue; la que se prolonga es mi estancia en este mundo. Por mi lecho sopla un aire fúnebre. Mi alta tiene en la morgue una cita inexorable. Pero rendido por mi padecimiento, esto es lo que menos me preocupa. Hasta lo ansío. Aunque no me siento tranquilo al anhelar mi muerte; sé que al marchar, cada uno de mis deudos se volverá un guiñapo.

En fin, la clínica se me ha vuelto un hotel con asistencia médica. Algunos profesionales cual si no dieran crédito de mi existencia por mis «buenos días», me someten a la verificación de todas mis constantes. Pero el doctor Valencia es diferente. Le basta que yo lo salude para deducir mis condiciones. Dicharachero y locuaz, se sienta en el sofá obviando las preguntas clínicas, y busca en la actualidad algún tema para hacer amena la visita. Vaya uno a saber que escribirá en la historia. Lo cierto es que disfruto ese reconocimiento matinal que trae a la memoria mis tertulias, sin recordarme que soy el paciente del carcinoma gástrico, como se refieren a mí quienes tienen mi nombre por algo secundario. Valencia llega al corazón de sus pacientes. Me ha confesado que verme en esta situación irreversible lo hace conciente de las limitaciones de su oficio. Consolar siempre es el postulado que como buen hijo de Hipócrates practica. Su charla es entretenida y bromista, a veces seria, y excepcionalmente trascendental y grave. Como un día en cuestionó los logros de la medicina.  

–Sí, José. ¿Hasta qué punto podemos jactarnos de nuestras victorias? La más grandiosa debería ser la derrota definitiva de la enfermedad y de la muerte; pero ningún médico ha conseguido en la historia más que aplazar el fin, y cambiar al certificado de defunción la fecha. A la espalda del paciente la muerte siempre acecha, y sólo necesita tiempo para doblegar la vida. Quien hoy con nuestro esfuerzo sobrevive, de todas firmas morirá mañana. Más temprano, más tarde, pero morirá... irremediablemente.

–Tal vez, doctor Valencia, el triunfo de la medicina no sea la inmortalidad del ser humano, sino la calidad de la vida del enfermo. No tiene usted que contarme que falleció un paciente –me aventuré a decirle, pensando que en ello fundaba su impotencia–. Tal vez yo sea el siguiente, pero de ningún modo le reprocharía mi muerte. Siempre he sentido el alivio de su medicina y el poder alentador de sus palabras.

Hizo un ademán de gratitud y cabizbajo se marchó del cuarto. Al día siguiente volvió. Hablamos sin cohibiciones de la muerte. Afirmé que ciertos diagnósticos tienen la lápida incluida. Le expuse que antes la gente se iba debilitando imperceptiblemente y se extinguía sin darse cuenta, sin sospechar  que iba paso a paso marchando con la parca. Que alejada de la atención medica, sufría las dolencias con naturalidad; envejecía, enfermaba y moría sin angustiarse. Hasta sin presentir el fin. Que en ausencia de dictamen en los campos los humanos morían sanos.

–En cambio, ahora –argumenté–, el diagnóstico precoz de enfermedades que se tienen por mortales, mantiene al hombre sumido en la incertidumbre de una fatalidad latente.

«Cualquier humano vigoroso –dije– comienza precozmente a morir desde el mismo instante del dictamen. El diagnóstico mata más rápido que la misma enfermedad. El cáncer y el sida son las desgracias que más atormentan la imaginación del hombre. ¿No cree doctor Valencia que antes se moría mejor, al menos con la despreocupación que caracteriza a quien desconoce que está enfermo?».

–Son los gajes de la tecnología y la ciencia. La esperanza en un tratamiento que antes no existía ahora se paga con la incertidumbre de su resultado. Pero en medio del conocimiento hay ignorancia. Una mayor instrucción ilustra al hombre de sus enfermedades, pero un noción a medias le impide saber que su pronóstico no es tan ominoso.

Entonces afirmé:

–En vez de un mal con tratamientos encarnizado y desenlace incierto, prefiero los beneficios de mi mal, libre –por avanzado– de las medidas heroicas que matan con más padecimiento. 

Yo intuí que mis palabras podían ser interpretadas como las de un salvaje que desestima los favores de la ciencia, peor aún, que podían hacerle sentir que despreciaba su apostolado y todos sus cuidados. Por eso no lo dejé salir sin aclararle que era devoto de todos los progresos de la tecnología, que reconocía los beneficias de la medicina, y que mis reparos no eran contra ella, sino contra la incertidumbre que el conocimiento a veces le produce al hombre.

–No tienes que aclararme nada. El hombre ante el cáncer es más espantadizo que un gorrión. Bueno... ante todas las enfermedades que llevan a la muerte.

Luis María Murillo Sarmiento

Ir a: La Biblia, palabra de Dios… ¿o de los hombres? (“Seguiré viviendo” 63a. entrega)

Seguiré Viviendo“Seguiré viviendo”, con trazas de ensayo, es una novela de trescientas cuartillas sobre un moribundo que enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.

Por su extensión se publica por entregas.

http://luismmurillo.blogspot.com/ (Página de críticas y comentarios)
http://luismariamurillosarmiento.blogspot.com/ (Página literaria)

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