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INKUMBULA

II

Por momentos soy consciente de que la asombrosa oscuridad que alumbra a mi alrededor huye ante la cercanía de la marañosa sombra que se me avecina con un paso muy pesado, aunque seguro e imponente.    A pesar de la incertidumbre que me suscita, no puedo negar que su llegada transforma la estancia en un aromático manantial de sentimientos, sensaciones y emociones que, hasta ahora, los empiezo a descubrir en mí.

  • Hola graciosa dama; ¿la puedo acompañar? -le digo tratando de disimular mi sorpresa ante la forma de esbelta y elegante dama en la cual se transfigura la sombra ante mis ojos-.
  • Buenos días, caballero -contesta ella, sin mayor emoción-. 

Semejante voz tan hermosa para una respuesta tan seca y cortante me hace entender que estoy recibiendo un rechazo contundente de parte de esta cautivadora dama, que, apenas lo percibo, viene escoltada por mis dos acérrimos enemigos, tan agresivos como siempre; burlones y desafiantes más que nunca antes.  Al advertir la comparecencia de mis adversarios junto a la cautivadora fémina, intento desistir de mi idea de entablar cualquier charla con ella.  Sin embargo, desestimando mi derrota ante la presencia de mis dos adversarios, insisto en iniciar un parloteo caminando a su lado.

  • ¿Hacia dónde se dirige?  -pregunto con una timidez paralizante ante su belleza y antipatía, y haciendo un enorme esfuerzo por ignorar a sus incómodos acompañantes-.
  • Me dirijo a mi casa, el palacio de magnetita del Rey Dernier…  -dice como si fuera algo muy obvio; suavizando su tono y su gesto, casi hasta siendo amable, accede a mi charla y a mi compañía-.

Al escuchar esto, una fuerza extraña e indescriptible mueve la tierra bajo mis pies al tiempo que descarga todo el peso del mundo sobre mi cabeza mientras siento la mirada escrutadora de esta mujer, quien pretende leer mis pensamientos en el reflejo de mis emociones; aunque sudando frío y con temblor de piernas, persisto en la atemorizante e infructuosa charla en tanto que me percato del humillante cabildeo que ella sostiene con mis dos contrincantes.

  • ¿Usted vive en el palacio de magnetita del Rey Dernier? -digo, casi asfixiado por la sorpresa… no lo puedo creer; confundido por la alegría de comunicarme con alguien del palacio de magnetita y la angustia por las malas referencias que tengo del citado personaje-.

Ante la sola referencia al Rey Dernier, algo muy dentro de mí me impulsa a huir de la tenebrosa posibilidad de acercarme al mal aludido personaje.  Sin embargo, al mismo tiempo una resistencia feroz me detiene con la esperanza de un encuentro cercano con la misteriosa figura.  

  • Sí -me contesta a secas, como diciendo “se lo acabo de decir”-.
  • ¿Qué hace allí, por qué vive usted ahí? -a pesar de la perplejidad que ya ralla en el miedo, es mayor la atracción que me provoca el solo nombre del Rey Dernier-.    
  • Porque yo soy Inkumbula, la hija del Rey… - ¡increíble! ¿la hija del Rey?  Todavía no entiendo qué extraña fuerza me sostiene en pie-.
  • Inkumbula? ¡Qué hermoso nombre! ¿Qué quiere decir? Es un nombre algo extraño… -digo procurando encubrir el cúmulo de emociones que me agobian-.
  • Jajaja, el Rey dice que quiere decir memoria en la tribu africana zulú -no le doy mayor importancia al significado de su nombre en ese momento, a pesar de mi mucho interés en ella y por ella-.

Sin tener en cuenta la molesta presencia de mis dos enemigos, todo el tiempo fustigándome por mi escaza voluntad para resolver mi vida, decido seguir los pasos de Inkumbula hacia el palacio de magnetita, residencia del enigmático Rey Dernier, su padre.

En ese mismo instante llegamos a las puertas del majestuoso e indescriptible palacio de magnetita que se ofrece y se percibe acogedor, tolerante, fraterno y complaciente; atrayente como un imán, tanto, tanto que casi me forza a entrar.  Mientras yo contemplo extasiado la perfección y los lujos del lugar, aparece respetable y dominante el Rey Dernier.  De inmediato me doy cuenta que es él… sin que alguien me lo diga.  O… tal vez me lo grita algún mecanismo interno de defensa que no sé identificar y que tampoco sé de qué me quiere proteger.

El Rey Dernier, exhibiendo una elegancia tan simple como sencilla, luciendo su porte de autoridad y poder, por ahora se deja ver sentado en su lujoso trono; como lejano, aunque muy presente; por demás distante, pero del todo muy cercano.  Yo me encuentro justo al frente, casi paralizado, obnubilado ante la nítida imagen del Rey Dernier que logra generarme un estado de ánimo intermitente entre la alegría y la tristeza porque es un claro reflejo de bondad y maldad.  Sin mediar palabra alguna y casi a punto de salir corriendo impulsado por la fuerza avasalladora del tumulto de emociones que me confunden, paralizado tan solo atino a hacer la venia al Rey Dernier.  El Rey haciendo gala de una soberbia humildad, baja del trono y contesta a mi saludo con un singular visaje de amplia sonrisa y ceño fruncido, entreverados. Yo, para ese momento ya sin mí, solo me doy cuenta del sudor que empapa mi mano, cuando correspondo a la mano del Rey Dernier que se ofrece amable, mientras dice:  

  • ¿Qué tal amigo?  Bienvenido a mi cuartel, siéntase en su casa.  ¿Qué lo trae a mi mundo? –Me doy cuenta del sarcasmo del Rey, puesto que él sabe perfectamente a qué vengo yo a su palacio-.
  • Gracias Su Majestad, es usted muy generoso.

En ese instante se atropellan un montón de ideas en mi cabeza al percatarme de la burla, disfrazada de acogida, que hay en la pregunta del misterioso personaje.  Él sabe que yo solito lo ando buscando para que me torture con saña; con la ilusión de que me estregue en el rosto mi historia.  Sin embargo, tomo cada una de mis emociones y me entrego al goce irracional del subliminal encuentro. 

En este momento interviene Inkumbula, quien hasta ese entonces permanece impasible en medio del Rey y yo; Inkumbula se advierte entre indecisa e indefensa, pero de súbito se amolda a la situación y se entrega al coloquio.  De manera imparcial y sarcástica la mujer impone el tema al cual yo quedo sometido, sin voz y sin voto, humilde espectador del cadáver de mi historia que ahora pretende volver a existir.

  • A este amigo lo encuentro en el camino, Su Alteza.  Él está temeroso por este encuentro, por eso lo traigo hasta aquí, para que se dé cuenta de Su sublime valor y del inmaculado maestro que usted puede llegar a ser para quien aprecie, con todos sus sentidos despiertos, sus fantásticas experiencias, Su Alteza.  Este amable caballero tiene una enorme curiosidad por tratar con usted, Su Alteza, aunque le tiene cierto temor también es cierto que está viviendo una enorme necesidad y considera que usted le puede orientar o brindar algunas indicaciones de tal manera que pueda encontrar alguna solución a sus vastos dilemas.

Yo estoy temblando mientras construyo, apoyado en un incalculable don para el sadismo, una imagen de horror y terror intentando adivinar la respuesta de este inescrutable Ser que está al frente mío por un reto absurdo que la enigmática vida me impone, mediante el cual hay tantos periquetes de alborozo como de aflicción que, en ambos casos me impiden continuar mi camino…  sí, por largos ratos olvido: cuál es la ruta de mi sendero… por estar entretenido con el Rey Dernier pierdo de vista mi razón de ser; mi motivación para existir; me estoy dando cuenta que padezco una obsesión estúpida por adivinar la esencia del Rey Dernier, por una ilusa alucinación de descubrir en él mis sentimientos para ver si consigo anticiparme a mis reacciones.  No obstante, lo que consigo es más un tropel de sentimientos y emociones que no sé si no puedo o no quiero controlar.

Luego de un largo rato sumergido en el éxtasis de placer y dolor que me produce su presencia, el Rey Dernier se retira de la estancia sin que yo me dé cuenta; cuando menos lo pienso, estoy solo con la inolvidable Inkumbula a quien poco a poco empiezo a reconocer como un Ser apegado a su justicia y obsesionado en el cumplimiento de sus normas y sus leyes, siempre todo razonado y argumentado de manera magistral.  Ya en este momento, descubro que estoy odiando a esta hija del Rey Dernier.  No obstante, percibo como Inkumbula se esfuerza por congraciarse conmigo a pesar de mi evidente rencor hacia ella.  A estas alturas del incómodo coloquio, un sopor incandescente me lacera la razón a la vez que enternece mi corazón.

De repente siento como si una suave y calurosa brisa me levanta y me transporta… no recuerdo más; no sé si es que el tiempo se detiene o es que soy transportado al bello jardín del recuerdo, dentro del mismo palacio de magnetita. 

El jardín del recuerdo viene siendo un exótico lugar donde la realidad desmiente la verdad, en una cruel batalla con la razón y por la razón.  Aquí florecen fantasías con brillos y colores, espinadas con amargas experiencias en medio de las cuales me encuentro camuflados a mis dos peores enemigos.  Al distinguir el semblante de mis adversarios intento salir corriendo para evadirme de este arrullador infierno. Sin embargo, sucede un embeleso embriagador que me saca por completo de la realidad para entregarme indefenso al arrobamiento inusual que me produce Inkumbula.  Sin sospechar siquiera que esta mujer me ofrece un dulce muy amargo; un ácido caramelo que me entretiene hasta entrada ya la madrugada.  Aquí, en este seductor vergel retoña la realidad y reverdece con una agresividad tan vejatoria que me constriñe a refugiarme en el regazo de mis dos amigos sordo mudos.  Extasiado al amparo de un nítido silencio y una hermosa soledad transcurren las horas que ya logran escapar del tiempo… de mi tiempo.  

Sin embargo, Inkumbula parece disfrutar con mis tormentos y está dispuesta a aportar lo más que pueda a mi tortura, pues ya sabe que estoy tratando de evadirla y ella al fin y al cabo mujer se resiste a ello.  Su voz autoritaria y gritona me saca de mi fascinante embeleso.

  • Amigo, ¿qué lo trae por aquí? -en ese momento me arrepiento de mi osadía al entrar al palacio de magnetita y pretender interactuar con la familia real, o al menos con algunos de sus miembros, hasta ahora-. 
  • A ver Inkumbula –digo yo tratando de ganar tiempo mientras rebusco cómo justificar mi presencia en el exótico lugar-, es que hoy estoy de cumpleaños y vengo por acá tan solo a darme un paseo.  Pero se me hace demasiado tarde y ya es hora de regresar a casa.  

Procuro salir corriendo, pero Inkumbula hace un brusco y rápido movimiento y me toma por el brazo derecho con tierna violencia.

  •  ¿Y su familia? ¿Por qué no está celebrando con ellos el recuerdo de su gran acontecimiento?  -dice mirándome a los ojos como pretendiendo enlazar su ira con mis miedos-.

Su tono tierno y compasivo no es suficiente para ocultar su gesto sarcástico y devastador; la sevicia con que Inkumbula inquiere sobre mi vida es tan contundente como lo es mi desazón al instante de reflexionar sobre esto.  Sin embargo, decidido a erradicar la dañina emoción, contesto corto y concreto con la maliciosa intención de cambiar el tema de manera rápida y drástica. 

  • No.  Yo soy solo.  Pero, cuénteme de usted… ¿tiene novio o esposo? Disculpe mi imprudencia, es que usted tiene una magia muy cautivadora… su presencia ilumina tanto que por momentos atemoriza.  ¡Inkumbula! Su solo nombre es ya avasallador.

Aunque es cierta mi percepción acerca de Inkumbula, debo reconocer que mi intención al enfatizar el arrobamiento que esta mujer me produce es evadir el tema de mi vida personal; tal vez avergonzado por mi rotundo fracaso familiar, profesional y social; yo no puedo aniquilar mis complejos y ya me estoy cansando de ese interés de esta subyugadora dama por mi vida, porque no tengo ni triunfos ni logros para presumir.

  • Usted es un hombre apuesto, inteligente… ¿en qué trabaja... de qué vive? –dice casi con ternura, con la morbosa intención de debilitarme, aunque tampoco lo consigue porque, a pesar de la rabia que me asfixia me decido a enfrentarla para salir del tema de una vez por todas-. 
  • En realidad, vivo con muy poco -digo mientras repaso en silencio tantas y tantas carencias- no soy un hombre ostentoso (al decir esto, pienso en cómo me gustan los lujos y las cosas finas); más bien soy bastante sencillo -digo al tiempo que pienso en todos mis gustos reprimidos por falta de dinero durante toda mi vida-.
  • ¿Pero cómo se gana la vida? … lo poquito que gasta… -dice ella con rabia al darse cuenta de mi respuesta evasiva- qué hace para proveerse lo poco que consume? –hablar de mi trabajo es lo que menos me gusta en la vida, pues mi vida profesional es mi mayor frustración-.

Otra vez la mirada escrutadora de Inkumbula grita con sevicia su indolente sarcasmo; y yo de nuevo acorralado por mis adversarios, me refugio en mi historia escrita a punta de las innumerables pérdidas acumuladas a lo largo de mi vida.  Mi corazón, sangrando al son de lágrimas de recuerdos y añoranzas, se abraza a mis derrotas mientras se traga esa punzante mirada que me humilla con su gesto burlesco y tirano.  Por un instante pienso no contestarle, sin embargo, una absurda y altanera debilidad me impulsa a guarecerme en esta mujer para deleitarme con su goce de mi horrorosa y dolorosa historia.

  • De muy poco -respondo amilanado y sin perder de vista aquella mirada lacerante-; vivo con muy poquito Inkumbula; como usted puede darse cuenta, yo soy un hombre profesional sin oportunidad de ejercer mi carrera porque me dediqué a revolcarme en todo tipo de complejos y temores.

Al decir esto, siento como liberándome de un monstruo muy pesado.  Ahora sintiéndome libre de la pesada carga, no estoy dispuesto a seguir hablando de mi vida muerta, y entonces me decido a galantear a Inkumbula, ignorando por completo que es la hija del Rey Dernier.  Una vez libre del enorme peso, recupero mi área de control y me siento el dueño de la situación para cortejar a la encantadora dama, obviando por completo la realidad que estoy padeciendo.

Sin saber el momento exacto y cómo empieza, me revuelco en un lodazal de lujuria ineludible y adictivo.  Por completo ajeno a mi presente, me sumerjo obnubilado en Inkumbula ante la presencia gozosa y morbosa de mis dos fulminantes enemigos, que disfrutan la escena como del más exquisito manjar.

De pronto Inkumbula se levanta, se sacude y saca de mi caja de herramientas un martillo con el cual comienza a golpear sin descanso sobre un valioso cofre que hay en un atril, al tiempo que me hace preguntas que no tengo con qué o cómo responder.

  • Qué complejos puede tener usted siendo un hombre tan guapo e inteligente… -dice mientras martilla sin cesar sobre el valioso cofre y sin dejar de humillarme con su mirada burlona. - 

Aunque capto la sevicia con que la mujer me hace esta pregunta, aun cuando me molesta percibir esa sensación de burla y escarnio en su tono y en su mirada, me queda sonando esa mezcla de pregunta y aseveración “Qué complejos podría tener siendo usted un hombre tan guapo e inteligente…”  

¿Complejos?  Todos los complejos; que si gordo por qué no flaco; que si blanco por qué no negro; que para qué sirve la inteligencia y el estudio; que mejor con pareja, pero mejor solo.  En resumen, no sé cómo o de dónde aprendo y arraigo el hábito de rechazarme por todo; es como un instinto indomable que me obliga a menospreciarme. Hago un esfuerzo inútil por contestarme esa pregunta primero a mí mismo, pero como ninguna respuesta o explicación me satisface, entonces tampoco se la puedo contestar a ella.  Inkumbula, al darse cuenta de mi perturbación, insiste en preguntar sobre mi vida, pero ahora con otras palabras.

  • Qué es lo que le produce, o, mejor dicho, ¿qué o quién le produce tanto miedo?...

De nuevo preguntas sin respuestas que hacen delirar a mis dos enemigos, que contemplan el episodio desde mis raíces más profundas y desde donde me incordian solo con su presencia.

¿Quién?... ¿Qué?...  Preguntas simples que jamás me las planteo y que ahora que lo pienso tampoco encuentro la forma de culpar a alguien o a algo de mi dolorosa situación material y emocional.  No quiero pasar la vergüenza de argumentar con pendejadas, pero menos encuentro razones válidas y consecuentes para calmar la sevicia de Inkumbula, quien insiste. 

  • ¿Qué es lo que hay en usted que le impide realizarse en todos los aspectos de la vida?  -dice al tiempo que golpea cada vez más fuerte sobre el valioso cofre que reposa encima del atril-.  ¿Qué es?  Dígame si es que hay algo por fuera de usted que tanto daño le puede causar.

Esta pregunta me estruja el alma, cómo así que ¿qué es lo que hay en usted que le impide realizarse en todos los aspectos de la vida?  Qué hay en mí o por fuera de mí; ¿qué me impide…?   De repente yo me vuelvo el centro de atención para mí mismo; de súbito, aunque sea me hago serios cuestionamientos a mí mismo.  Sigo inmerso en mi bullicio interior a la falta de respuestas de mi historia.  Ahora añoro más que nunca a mis dos grandes amigos que, a pesar de su sordo-mudez, saben acogerme y protegerme aun de mí mismo.  En este instante invoco silencio y soledad.  Si, silencio y soledad que Inkumbula espanta con su grito soberbio y humillante.

  • ¿A usted nunca le dicen que solo en usted existen todas las oportunidades y todas las dificultades? ¿Usted jamás escucha que de usted y solo de usted dependen todas las posibilidades y todas las trabas? No amigo, no.  La disciplina depende de la voluntad para el esfuerzo y la voluntad necesita de la disciplina en el esfuerzo.  Los éxitos son apenas la recompensa al esfuerzo ejercido con disciplina, y, para eso, lo único que necesita es voluntad; lo demás, es una simple consecuencia.   

Ya me están cansando todas esas teorías de la tal superación personal; todas me las conozco de memoria, pues desde mi más temprana juventud las repito como un loro a fuerza de verlas escritas de distintas maneras y en infinidad de libros de diversos autores.  Ya Inkumbula me está aburriendo con su repetitivo discurso sobre las causas y responsables de mis condiciones personales; además de que me incordia demasiado esa gavilla que tiene con mis dos implacables enemigos en mi contra, que disfrutan con ferocidad cada escena de mi historia que revive ante los ataques inhumanos de la cruel mujer, quien goza con mi padecimiento tanto como mis criminales contradictores.Y aunque en algún instante de esta incómoda charla pienso en retirarme sin mediar palabra, algo me detiene y me obliga a continuar este nefasto coloquio, tal vez fascinado ante la belleza del bello jardín del recuerdo. 

  • ¡Por favor Inkumbula! –digo al tiempo que me doy la vuelta con la intención de retirarme y mientras padezco el detestable martilleo de esta mujer sobre el valioso cofre que reposa sobre el atril- no me atormente más con estas teorías que me las conozco todas y que lo único que consiguen es generarme conflictos desde mi ser interior con mi entorno exterior. 

Inkumbula reacciona con una evidente y contundente ira y golpea con mi martillo sobre el valioso cofre cada vez con más fiereza como diciéndome “cállese” … pero su miserable martillar desata mi soberbia, por lo que decido rebelarme contra su barbarie y sigo detallando mis emociones, atropelladas sin darme cuenta, con un lenguaje hostil y despiadado.

  • Esas no son más que teorías chimbas e inaplicables que, a la hora de la verdad, no son más que alcahuetes de mis debilidades y cobijo de mis carencias…

En este momento ya ni Inkumbula me importa; ahora ¡por fin! Me decido a encarar mis frustraciones y fracasos, mis dos acérrimos enemigos, causantes de mi deplorable condición personal, familiar, profesional, social, etc.  pues este dúo permea todos, todos los propósitos a lo largo de mi vida. 

A pesar del placer que experimento al ver todas mis frustraciones y fracasos agazapados en un rincón del encantador jardín del recuerdo desde donde me observan atemorizados, no logro identificar quién o cuál es el origen o la causa de este par de aberrantes enemigos de mi realización.

Sí, sí, sí… alcahuetes sí por reemplazar mi voluntad para el trabajo y la lucha; por la facilidad de repetir frases sin consciencia.  Sí, sí, sí… alcahuetes sí porque entretienen la mente mientras adormecen dones y talentos con ilusiones y fantasías. 

En este instante Inkumbula me mira desafiante y humillante, golpea duro sobre el valioso cofre que viene martillando desde hace rato, y me calla con un grito soberbio y acusador diciendo:

  • ¡Alcahuetes de qué! Jajaja… qué risa me dan sus fantasías amigo.  Teorías alcahuetes de su pereza, ¡tal vez!... no se le ocurre pensar que el único alcahuete de su modorra es usted?

¿Pereza, modorra? Esta mujer no me conoce, Inkumbula no tiene idea de la clase de trabajador que soy… pienso absorto en mi silencio y mi soledad.

Yo ya estoy asustado con la ferocidad que percibo en el tono de esta mujer que ni por un momento deja de martillar sobre el valioso cofre, todo lo contrario, llego a pensar que pretende astillarlo, a juzgar por la contundencia de sus porrazos.  Mientras tanto, ella continúa dando golpes con mi martillo ahora sobre una torre medio encorvada que se encuentra en el bello jardín, al parecer pretende terminar de doblarla; a cada porrazo de Inkumbula sobre la torre, retumba en mi cabeza el eco de mis frustraciones y fracasos, y en mi corazón brota una lágrima ansiosa por lavar todas las heridas ocasionadas por mis voraces enemigos.  No obstante, Inkumbula parece conocer y aprovechar mis convulsiones emocionales para atacar con mayor crudeza, con el único fin de hacerme batallar conmigo mismo, para acorralarme en mis sensaciones… con una crueldad visceral, esta mujer me está forzando a guerrear con los argumentos que  avalan mis dudas, temores y complejos, sobre los cuales justifico todas mis derrotas desde que tengo consciencia de que a mi corazón lo sacuden las dos fuerzas que mueven el mundo en su afán por escalar al trono y determinar mi vida y mis circunstancias.  En efecto, la autopercepción de mis aptitudes intelectuales y personales se ve pisoteada por una extraña falta de confianza que marca la ruta de mis actitudes en todos los senderos de mi trasegar.  Es decir, que es muy superior mi desconfianza en mis acciones que la certeza de mis capacidades.  Sí, concluyo con zozobra, quizás la causalidad de todas mis frustraciones y fracasos es una absoluta falta de confianza en mí mismo.  Ahora, y a pesar de mi notoria angustia, Inkumbula golpea sin cesar encima de la torre doblegada que posa sobre el ya devaluado cofre al tiempo que repite con rigor y sin piedad:

  • ¡Despierte tonto!... cuándo se va a dar cuenta que tiene la cabeza llena de pendejadas?... -recalca la criminal mujer al tiempo que me acribilla con su mirada desafiante y autoritaria mientras golpea con mi martillo, alternando entre el cofre y la torre, forzándome a hacerme cargo de las circunstancias de mi vida- ¡Sacúdase hombre! deje de echarse culpas y dedíquese a trabajar; crea en usted y elimine pretextos y excusas pendejas que lo único que hacen es avalar su pereza y carencia absoluta de voluntad; deje de estarse quejando, zángano, perezoso; póngale ganas a la vida y dedíquese a vivir desde usted, por usted y para usted…  ¡Mire hombre! Dese cuenta que su victoria y su fracaso danzan en medio de su miseria.  ¿No le da pena consumir su vida en llamas de quejas y lamentos sin sentido? ¡Qué diablos es lo que le impide entender que el único que atiza el fuego de todas sus frustraciones y fracasos es usted y solo usted?!

Ante la embestida brutal de la infame Inkumbula, una feroz batalla de sensaciones y emociones desde mi ser interior, me obligan a decidir entre matar a esta inclemente y despiadada juez u olvidarlo todo, incluso mi caja de herramientas… y como lo haría un cobarde común y corriente ante la presencia de su mejor enemigo… salir corriendo… 

De repente me veo refugiado en el regazo de mis tres inseparables compañeros que, complacientes como siempre con mis sensaciones, me abrigan sin cuestionamientos ni reprimendas.  Una caterva de dudas, temores y complejos alaban mi presencia.  ¡Por fin! Un reencuentro a gusto, donde no recibo críticas ni reproches, todo lo contrario, mis dudas, temores y complejos representan la totalidad de mi ser.  Aquí, al lado de mis inherentes compañeros me siento realizado, solo ellos conocen la razón de mis incontables frustraciones y fracasos, y solo ellos saben lo que me toca sufrir a causa de mis enemigos. 

Mis dudas, temores y complejos son el recoveco de la falta de confianza en mí mismo, en mis capacidades y en mis virtudes.  Hasta ahora caigo en cuenta que el rostro de mi dolorosa realidad son mis dudas, temores y complejos que me someten a su entera voluntad desde mi niñez.

Horrorizado comprendo que yo acuno, consiento y abrigo la razón de mis frustraciones y fracasos; apenas entiendo que la causa y el culpable de mi fatídica situación económica, personal y social, etc. soy yo mismo… ¡nada y nadie más!

 

Este es el segundo capítulo de mi novela EL REY PASADO Y SUS HEREDEROS.

 

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