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Ir a: La igualdad ("Seguiré viviendo" 72a. entrega)

«¿Dónde quedan los derechos de los niños? ¡Sólo faltaba que un vecino amargado con el recuerdo de una infancia miserable venga a arrebatarles la felicidad del juego! El vecino ofendido evitó la confrontación y con un golpe que estremeció el vidrio se alejó de la ventana y del alboroto que armaban los pequeños. Entonces supe que el quejoso sí había escuchado mi protesta. Sin inmutarme di la cara a los infantes y les guiñó el ojo en parte de victoria».

 

Esa anécdota envanecía a José cuando contaba sus buenas relaciones con los jóvenes. De un momento a otro se había vuelto un defensor apasionado de los  niños. Sin percibirlo, el amor por su hija lo había compenetrado con el mundo infantil, un universo lleno de recuerdos de su propia infancia, feliz y lejana, y de ilusiones por venir al lado de Eleonora. Mundo sagrado que se avenía con su corazón idealista y rebelde inclinado a reclamar por los débiles y a contravenir las imposiciones insensatas; aunque la mayoría de las veces debía sacrificar su orgullo y sus razones y cumplir las normas. De todas maneras pensar así lo engreía en lo más recóndito de su corazón. Al crecer Eleonora se acrecentó la rebeldía de José, que lo acercó más a ella y a todos los adolescentes. Los muchachos lo amaban, porque mientras que la brecha generacional se profundizaba con los demás adultos, con José se acortaba hasta extinguirse.

«El niño no es más egoísta hoy, siempre lo ha sido; lo que ha cambiado es el autoritarismo familiar que antaño le impedía expresarse, que le adormecía su inteligencia y le reprimía todo su ingenio. Su egolatría no me preocupa, el desprendimiento y el verdadero amor afloran con los años. Cuando el niño se vuelve padre desaparece todo su egoísmo».

También defendía «la desinhibición de los jóvenes de hoy», sosteniendo que de ellos admiraba su honestidad y su franqueza, su valentía –insolencia según otros– para defender sus ideales y la coherencia entre sus creencias y su comportamiento, distante de la cohibición hipócrita con que se formaban antaño las generaciones.

«Se les iba la vida ocultando sus deseos y ejerciendo sus derechos a escondidas».

Su experiencia como padre deshizo sus creencias sobre la formación de los menores. No eran tan maleables como había supuesto. Su carácter, terminó por afirmar, era una condición innata que dejaba apenas el margen de maniobra necesario para que los padres lo encauzaran. Ahí encontraba el origen del maltrato infantil en padres empecinados en formarlos a su antojo.

«Son tan ilusos que realmente piensan que los están moldeando».

La irresponsabilidad de los muchachos tampoco lo inquietaba: «Cuando sean adultos, estemos seguros de que no harán las mismas tonterías que cuando fueron niños, la sola experiencia se encarga de formarlos. Dejemos de jactarnos de que somos grandiosos formadores. Seamos más humildes y enseñémosles con el ejemplo».Estos temas eran ideales para controvertir. Con ellos José sacaba de quicio a las aves de mal agüero y exasperaba a los vaticinadores de desastres. Él, crítico de las costumbres sociales, en una aparente paradoja, se negaba a ver la crisis de valores que otros advertían. «Desde el asesinato de Abel, en que Caín exterminó la cuarta parte de la humanidad, no se ha visto en la Tierra crimen semejante».

Con esta jocosa afirmación minimizaba la tesis de quienes veían al mundo en constante decadencia. En el fondo tenía temor por el manejo que estos asuntos sufren con los excesos moralistas. Y cohibir de nuevo la libertad, retroceder en lo ganado, se oponía radicalmente a sus concepciones ideológicas. Por eso invocaba una clara delimitación entre delitos objetivos y cuestionamientos morales, a fin de garantizar la represión de los verdaderos crímenes, sin sacrificar la potestad del hombre sobre su propio ser.

Reprochando a quienes pregonaban la hecatombe moral de los tiempos por venir, afirmados en los vientos de libertad reinantes, afirmaba que «toda generación ve la decadencia en la que la sucede, aborrece lo nuevo y toma lo fresco y juvenil como anatema». Y añadía: «Yo no me atrevería a ser tan rotundo. A la hora de la verdad todas las épocas han sido dueñas de sus vicios. Y la depravación de hoy no es más que la exteriorización de los extravíos de antaño, porque los pecados del hombre no son nuevos, son los de siempre, pero en esta época menos maquillados. La propensión del comportamiento humano no ha variado desde que el hombre hizo sentir su pie sobre la Tierra; ha cambiado su entorno que cohíbe o consiente su conducta. Lo mandado ayer puede ser lo criticable hoy, como lo censurado en el pasado puede ser habitual en el futuro. Celebro la derrota en nuestro tiempo, de las doctrinas que vulneran la intimidad de la persona y aplaudo la afirmación de los derechos individuales antes conculcados. No son más atrevidos los jóvenes de hoy, sino menos encubiertos, menos hipócritas y más sinceros; más seguros y menos vacilantes; más abiertos y menos coartados. Es un triunfo de la personalidad que lo que ayer se ocultaba hoy se proclame. Cambiarán los tiempos y nuestras conquistas prevalecerán hasta que a una nueva generación le dé por reformarlas, porque lo vanguardista siempre muere como retardatario. La eterna paradoja de la vida». 

¿Albedrío o determinismo? ("Seguiré viviendo" 74a. entrega)

Luis María Murillo Sarmiento

Seguiré viviendo“Seguiré viviendo”, es una novela de trescientas cuartillas sobre la muerte. Un moribundo  enfrenta su final con ánimo hedonista. El protagonista, que le niega a la muerte su destino trágico, dedica sus postreros días a repasar su vida, a reflexionar sobre el mundo y la existencia, a especular con la muerte, y ante todo, a hacer un juicio a todo lo visto y lo vivido.

Por su extensión se ha venido publicando por entregas.

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