Hace casi medio siglo oí decir a una persona que ya ha elevado la Iglesia a los altares, que la herencia que deseaba dejar a sus hijos consistía en mucho amor a la libertad, la gracia de Dios y buen humor. Se me ha grabado profundamente este recuerdo porque no se trataba de una frase ingeniosa o bien aliada, sino de una realidad vivida profundamente y con heroísmo.
Resulta fácil hablar de buen humor, de alegría y de serenidad y otras bellas actitudes espirituales; cuando se disfruta de buena salud, de aprecio de todo el mundo o en menor medida de los bienes de la tierra, muchos pierden la paz, se inquietan vanamente y, lo que es peor, se agobian de tristeza.
Los grandes doctores católicos del Medioevo enumeraban la alegría entre las virtudes fundamentales de un cristiano. Hoy día, para muchos, el ánimo risueño no pasa de ser una buena disposición natural, el gozo se encuentra solo en los placeres y la alegría esta siempre ausente de los espíritus, por lo general amargados.
Pero hoy como ayer y siempre, para un cristiano la alegría será como la fragancia de la virtud, la mayor elegancia espiritual, como un fruto sabroso del equilibrio interior y la resultante del esfuerzo serio por vivir las virtudes.
Nuestra alegría se funda en el convencimiento de que somos hijos de Dios. Si tenemos este Padre infinitamente bueno, misericordioso, providente, que nos conoce como a criaturas suyas y nos tiene siempre ante sus ojos, que hace concurrir para nuestro bien cuanto sucede y nos quiere inmensamente felices…nada ni nadie puede arrebatarnos la alegría profunda. El alma en gracia de Dios, disfruta de esta amistad íntima con nuestro Creador y Padre, se llena de serenidad y puede afrontar las dificultades con viril optimismo.
La alegría auténtica no consiste en una carencia de dolor, de problemas, de necesidades insatisfechas, sino en el dominio de uno mismo hasta el punto de poder superar con serenidad las mayores dificultades que se presenten.
La alegría como virtud tiene que cultivarse; primeramente, ahondando en la raíz sobrenatural – que ya lo he dicho–, radica en nuestra filiación divina, y luego sabiendo desechar lo que perturba inútilmente: las preocupaciones, que son ocupaciones anticipadas a destiempo.
Cuando una persona, lejos de reconcentrarse en sí misma, piensa en los demás, se desvive por hacerles la vida feliz, por ayudarlos, encuentra la suprema alegría que preludia la recompensa de perfecta felicidad en el más allá. Así resulta que el espíritu de sacrificio garantiza la alegría: el que sabe negarse a sus caprichos y es capaz de abnegarse al cumplimiento del deber, allá la verdadera alegría.
Se alimenta esta virtud de pequeños actos de generosidad, de olvido de sí mismo para pensar en los demás. Por eso nos damos cuenta de que no resulta fácil vivir esta virtud y que, si la mantenemos permanentemente sin importarnos demasiado lo que solo satisface a los sentidos, realmente puede convertirse en una hermosa manera de amar.
El bien naturalmente difusivo y la alegría – expresión armoniosa del bien espiritual – tiende a compartirse y debe comunicarse. No se puede encerrar la alegría en un solo corazón: está hecha para derramarse generosamente, llevando consuelo al afligido, estímulo al que decae, entusiasmo y admiración constantes ante esta maravilla que es vivir.
No cierra los ojos ante las miserias de la existencia presente, sino que descubre más allá de los padecimientos temporales, el peso incomparable de la gloria que se nos promete en la vida eterna. La alegría como virtud, permite descubrir el valor super redimente de la Cruz, instrumento de la redención universal, y compañera dulcísima para el que realmente ama a quien murió en ella por nosotros.
Monseñor Juan Larrea Holguín.
Tomado del libro ES NECESARIO APROVECHAR EL TIEMPO LIBRE.
Delia Eloísa Dousdebés V.
19/03/2019