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La concepción católica de la ética posee un criterio central, iluminador en sus múltiples aspectos: la convicción de la suprema dignidad del hombre.

Porque apreciamos al hombre como cumbre de la creación, entendemos la moral como un conjunto de principios y normas que perfeccionan al hombre y le llevan a su pleno desarrollo, a ser propiamente hombre, un hombre cabal.

La finalidad de la vida humana explica la razón por la cual unos actos deben ser calificados como buenos y otros como malos. El bien ético perfecciona al hombre en cuanto le acerca a la plena realización de su destino; en otras palabras, cuando le acerca a su finalidad última, que es la vida eterna y feliz.

La moral, mirada de esta manera, no resulta un instrumento ni para afianzar el poder, ni para mantener la prevalencia de un grupo, ni para halagar las pasiones o para producir alguna ventaja puramente material. La moral centrada en el hombre, en su dignidad, y apuntada hacia el cumplimiento del fin último, es la moral nobilísima que lleva a la criatura a la unión con el Creador.

Se aprecia debidamente la dignidad del hombre cuando se considera que está dotado de inteligencia y voluntad, facultades que le distinguen de los animales. La razón y la voluntad permiten al hombre comportarse libremente, tomar sus propias decisiones. A su vez, la libertad constituye el fundamento para que los actos humanos sean moralmente imputables. Cada uno es responsable de sus actos libres que si son buenos merecen recompensa, del mismo modo que si son malos merecen castigo.

La inteligencia y voluntad del hombre manifiestan su ser espiritual; porque tenemos inteligencia y voluntad nos damos cuenta que tenemos un alma espiritual.

La inteligencia y voluntad – que fundamentan la voluntad del hombre-, nos hacen semejantes a Dios que es espíritu infinitamente libre, perfectísimamente sabio y bueno. Dios tiene libertad sin límites, conocimiento y voluntad sin límites, como corresponden a su naturaleza infinitamente perfecta.

El hombre refleja de modo limitado e imperfecto la naturaleza de su Creador.

Pero la dignidad del hombre se comprende mejor y alcanza un nivel más sublime, a la luz de la fe. La fe nos confirma que somos seres con alma espiritual, con razón, voluntad y libertad limitadas, y nos enseña algo más alto, que somos hijos de Dios por la gracia; nuestro Creador nos ha adoptado como hijos haciéndonos semejantes al Hijo Eterno. Por el bautismo nos revestimos de los méritos infinitos del Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo. Por este sacramento, nos incorporamos a Cristo formando una persona moral con Él, somos miembros de su cuerpo místico. Esta misericordia y unión con Dios, como familia, como hijos adoptivos, acrecienta la dignidad humana hasta dimensiones incalculables.

No somos pues, solamente criaturas de Dios, sino también hijos de Dios, con toda la “dignidad y gloria de los hijos de Dios”, según lo expresa San Pablo.

Esta dignidad humana reconocida por la razón natural y afianzada por la fe, trae consigo mil consecuencias de orden ético. Entre ellas destaca la igualdad fundamental de todos los seres humanos y la obligación de solidaridad con ellos.

La dignidad de la persona humana excluye cualquier género de discriminación, por cualquier motivo.

La dignidad del hombre y la mujer, exige una responsabilidad, para comprometerse en todo momento conforme lo impone nuestra condición de seres libres y de hijos de Dios.

Monseñor Juan Larrea Holguín.

Tomado del libro Es necesario aprovechar el tiempo libre y transformar el mundo con tus manos.

Por Delia Eloísa Dousdebés Veintimilla.

15/05/2019

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