Con cariño y admiración para mi hijo.
El silencio se rompe con los acordes de una dulce armonía,
me vuelvo, y descubro tu figura inocente, desvalida.
Con aire arrogante y seguro pulsas las notas de una pasión contenida
logrando transmitir el sentir del compositor en tan dura agonía.
Esos dedos que minutos antes apretaban mi mano buscando protección,
se tornan independientes, fuertes y expertos cuando con total concentración
toman el arco y dominan las cuerdas de ese violín adorado que tocas con tanto amor.
Recuerdo entonces aquella tarde esplendorosa en la que juntos cruzamos el umbral
que nos llevaría hasta el recinto que sería testigo de tan férrea voluntad.
Pensaba entonces que, como todo niño, aquello era solo un capricho temporal
pero a pesar de la dificultad luchas, pelas y sobrevives a la tempestad.
¡Qué maravilla es el mundo de la música!
que hace de un chico el experto maestro que con naturalidad colma un escenario
y ejecuta orgulloso las piezas musicales con afinación y sonoridad
para un público incrédulo que empieza a escucharlo con pobre interés, por ser solidario,
y termina de pie, aclamando ese sencillo talento cargado de genialidad.
Tal vez un día, siendo ya un hombre maduro, con melancolía
recuerdes estos tiempos de infancia repleta de alegría.
En la que, con total desenfado abres el estuche y preparas el arco
tras empuñarlo cual espada de un corsario valiente defendiendo su barco.
Para luego, sujetarlo con suavidad y cariño mientras el violín reposa con elegancia
sobre ese hombro acostumbrado a ser su sostén. Con delicadeza frotas las cuerdas
tejiendo cadencias, estrofas, bemoles y calderones con desfachatada gracia
al tiempo que emites sonidos etéreos cuidando silencios y notas ligadas.
Detrás de esos ojos de mirada tan tierna,
está ese chiquillo que aún le teme a la noche,
pero que cuando el violín toca, convierte en dos manos el conjunto de notas,
y aquel que lo escucha con atención... recibe una caricia al corazón.
Elena Ortiz Muñiz