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Hojeando con pena las gastadas páginas del álbum familiar
me encuentro con una verdad insoslayable y cruel que me llega a agobiar:
Aquellos tiempos de infancia agraciada en que los hijos corrían al encuentro
cuando, después de la faena laboral llegaba cansado a ese hogar tan nuestro...
Aquellos tiempos, ¡Dios mío!, jamás volverán.

¡Qué melancolía recordar tan gratos momentos! Las penurias que pasamos juntos
para hacer de nuestra casa un lugar confortable de espacios abiertos.
Cada quien su recámara, y columpios para balancearse en la tarde acalorada.
Un comedor grande para conversaciones de sobremesa al terminar la jornada.

¡Quimeras! Todo aquello fueron ilusiones vanas y deseos necios de un sentimental.
Nuestra casa es muy grande...Tan espaciosa que ahonda esta soledad mortal.
Demasiadas alcobas. Todas vacías. Camas tendidas sin ocupar.
Los columpios oxidándose están. Solos como el roble que ya nadie viene a trepar.
Y el comedor... Esa mesa tan grande que nos llegó a fascinar, cuyas sillas vacías
nadie viene a usar, es ahora un suplicio que hace tan largos y callados los días.

Mira. Aquí esta la foto de nuestra pequeña Andrea posando frente al templo,
con su vestido blanco de Primera Comunión y ese rosario que ambas armaron
hilando las cuentas pacientemente con ese toque artístico que siempre tuvieron.
Cuántos sueños, cuántas esperanzas. Educándolos con nuestro ejemplo.

¡Ah. Mi buen Tomás! Tocando el piano en aquel recital,
y aquí Virginia, siempre tan traviesa, poniéndole cuernos al pobre Daniel.
Y acá estamos todos ¿Te acuerdas? . Fue cuando viajamos a la capital.
Esta otra es de aquella Navidad en la que me vestí de Papá Noel.
¡La sorpresa que se llevó el siempre crédulo Joel!.
Al fondo ese pastel de chocolate exquisito que endulzabas con miel.

Mi viejita adorada. ¡Cuántas cosas hemos vivido juntos!
Toda una vida dedicada a apoyarnos en las dificultades y las enfermedades
pero siempre brazo con brazo. Permanecimos fieles y devotos.
Empezamos solos contra el mundo, y terminamos solos entre estas paredes.

Primero, defendiendo nuestro amor de las dos familias inconformes,
para amarnos luego con gran pasión, sin ninguna restricción.
Luego, llegaron los hijos. ¿Ves? El nacimiento de los gemelos. ¡Estaban enormes!.
Pobrecita de ti. Sacrificaste tu glamour en pro de pagar pediatras con abnegación.
Haz sido una esposa ejemplar. Disculpando ausencias e ingratitudes:
-¡Son buenos muchachos todos! Ya vendrán cuando venzan sus dificultades.

Y sí. Mis hijos son gente honrada. Aquí el más grande titulándose de abogado
y los mellizos: el economista, y el fotógrafo con su hijo: nuestro nieto.
Vienen dos veces al año, aunque vivan cerca, aunque nunca tengamos cerrado
aún cuando les telefoneamos y rezamos para que todo lo que hagan sea un éxito.

Sin embargo, han sido un regalo del cielo. Esta es la nieta más pequeña.
La hijita de Andrea. Tan parecida a ella ¿te fijas que heredó los ojos de la abuela?
Y Virginia. Tal parece que no se casará. Prefiere vivir sola. Es maestra y enseña.
Aquí está con sus alumnos ¡Cuánto la quieren! Ella misma erigió la escuela.
Nos habla seguido. Eso sí. Pero vive ocupada y trabaja demasiado.
Si, sí. Ya sé que debo guardar las fotos porque me deprimo y duermo angustiado.

Pero...¿qué queda de la vida al final de los años? Los recuerdos un poco marchitos.
Solo eso. La esperanza de una vejez tranquila mientras esperamos el momento
en que debamos partir. Morir. Pero rodeados de nuestros muchachitos.
Sin embargo, la casa esta vacía y el silencio es tal que parece convento.

¿Y qué queda de la vida cuando uno envejece? Solo fotografías amarillas y viejas,
testimonios de que lo vivido es real y no producto de la senilidad.
Quedamos nosotros, viejita santa. Como siempre juntos, con nuestra vida añeja
con la ilusión de morir juntos. Esperando que Dios nos tenga piedad..

No te enojes, mujer. Ya estoy guardando el álbum en la gaveta.
No estoy llorando, es que de tanto mirar se me irritaron los ojos.
Sí, ya tomé mis pastillas, aunque no sé para qué si tengo la fuerza de un atleta.
Es que tú piensas que los años han dejado de mi solo despojos.
Tan solo porque tú sigues igual de hermosa, con ese cabello blanco pareces Diosa.
Vámonos a descansar. Eso es todo lo que queda de la vida al final...

Elena Ortiz Muñiz

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