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Esta historia es verdadera pero no ocurrió en mi pueblo de siempre; juro que es la pura verdad. En una población, bastante retirada de la mía, vivía una hermosa pareja de ancianos con muchos hijos, nietos y bisnietos. Con el paso de los años, y por diferentes razones, cada uno de los miembros de la numerosa familia fue cogiendo camino hasta dejarlos solos en una inmensa casona, de esas que ya no existen sino en muy pocos pueblos, ya que en las ciudades, por el afán de construir, terminaron con esos inmensos solares.

Como ambos viejos eran de origen campesino decidieron retornar a sus orígenes y compraron una pequeña finca, para pasar los años que les quedaran de vida. Allí iban a visitarlos sus parientes que desconocían cómo se llamaba la parcela y cada uno daba un nombre, de acuerdo con su gusto personal, que era rechazado por los demás de inmediato; todos deseaban ser los autores de esta creación nominal. Pasó el tiempo y la pareja de ancianos, en un momento de iluminación, se dieron cuenta de que sus nombres eran adecuados para el bautismo de su propiedad. El se llamaba Oliverio  y ella Oliva.

El día de otro aniversario del matrimonio de los viejos, llegó toda la familia y quedó asombrada al ver en la entrada de la finca un hermoso letrero que decía: HUERTO DE LOS OLIVOS.

(Con cariño para la familia Benítez, los herederos de este huerto y de esta historia, en especial Rosita y Angela)

 

 

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