Érase una vez… la educación en la mayoría de países del Tercer mundo… podría ser el comienzo de una historia increíble para la mayoría de personas menores de treinta y cinco o cuarenta años. Ellos crecieron convencidos de que los adelantos tecnológicos que encontraron desde el Jardín Infantil, o Kínder si lo prefieren, siempre estuvieron allí.
Este artículo está dirigido a los curiosos que quieren meter sus narices en lo que fue la educación para sus padres y sus abuelos; más allá no me consta y no quiero meterme en la historia; lo que sigue lo escuché de labios de mi abuela, mi madre y algunas de mis tías abuelas y medio tías pertenecieron al gremio de la educación y yo alcancé a padecer en carne propia los rigores de una enseñanza que entraba a la cabeza a punta de castigos.
Quiero ubicarlos en Colombia, pero estoy seguro de que la situación no era muy diferente en los demás países latinoamericanos, antes de los setentas había muchos dichos relacionados con la profesión de enseñar: “Aguanta más hambre que un maestro de escuela”, “Si no sirve para más, por lo menos que se dedique a enseñar”, “Pobrecita, no sirvió ni para maestra rural”… y es que, en una escasez de profesores, prácticamente bastaba con tener cinco años de primaria para ser nombrado en una escuela rural, a varias horas de camino a lomo de mula, para medio enseñar las letras a un puñado de niños campesinos que se hacinaban en un salón en un revoltillo de edades y de cursos; el maestro (por decirle de algún modo), impartía sus saberes a todos los niños sin discriminar nivel educativo, nivel de aprendizaje, edad, dificultades, que va, esos son inventos modernos.
En las escuelas públicas de los pueblos la situación no era muy diferente. Cien niños, o más, se amontonaban divididos en dos salones: el de los adelantados y el de los atrasados. Los adelantados sabían leer y escribir y las operaciones aritméticas básicas. Los atrasados eran niños torpes, con dificultades para el aprendizaje pero eso no importaba, a punta de palo entraba la sabiduría en esas cabezotas de burro, era el decir.
Muchos niños caminaban dos y hasta tres horas para llegar a la escuela a recibir la luz del entendimiento con el hambre de la pobreza y escuchaban el runrún monótono de la voz del profesor muchas veces tan pobre y hambriento como ellos. Esto no es cuento, las desdichas de la educación dieron tema para cuentos inmortales como “Dimitas Arias” de Tomás Carrasquilla; era el tal Dimitas un paralítico que dictaba sus clases desde su lecho de enfermo y se las ingeniaba para administrar la disciplina desde su eterna posición sedente, con una larga vara que atinaba siempre en la cabeza del cansón de turno. Los profesores con sus extremidades buenas, no se cansaban de administrar palo a los torpes, a los necios, a los perezosos, en fin, a todos esos ejemplares que en la educación moderna reciben trato preferencial porque se consideran desadaptados. En aquellos tiempos no había resabio que no arreglara el castigo físico. Olvidaba ubicarlos en el tiempo: Primera mitad del siglo XX; aunque los siguientes veinte años (los setentas vieron el comienzo del cambio radical de los moldes educativos) mantuvieron algunas costumbres bárbaras en lugares apartados de la geografía nacional.
Para no dejarlos con una visión incompleta les voy a presentar los métodos pedagógicos de aquellas épocas no tan lejanas en el tiempo pero desconocidas para las dos últimas generaciones. Uno de los artefactos más crueles era la férula, hagan de cuenta una enorme cuchara de madera con la parte ancha llena de orificios que no pasaban al otro lado, lo cual creaba unas cámaras de aire que se encargaban de succionar la carne de la palma de la mano al golpear con fuerza. Pasaba el niño a repetir la lección, aprendida de memoria, mientras el profesor sostenía con su mano izquierda la punta de los dedos de la mano derecha del estudiante, en la derecha portaba la temida férula y equivocación del niño y ferulazo que le daba, la palmeta se pegaba a la piel por razones que ya dije y al retirarla con fuerza la mano quedaba con el relieve de los huecos y rastros de sangre.
La regla, claro que todos saben que es y conocen una regla de las normales. La de castigo era una tabla pavorosa de unos cincuenta centímetros de larga, cinco de ancha y dos de grosor. Las maestras tenían una más delgada para golpear en las manos. Los profesores varones la utilizaban para golpear en las nalgas. Uno se cuadraba frente a la pared, junto al tablero con las manos apoyadas en el muro (hagan de cuenta cuando a uno lo requisa la policía), y el maestro empezaba a tomar las tablas de multiplicar. Equivocación en la respuesta y tablazo en el trasero. Al comienzo del año cuando repartían los cursos los niños eran felices cuando les correspondía el salón de las profesoras o de los maestros viejitos, no por la calidad de la enseñanza sino porque los castigos eran menos dolorosos.
El cinturón, este lo aplicaban por igual los profesores y los papás. Bueno, dirán ustedes, y los papás ¿qué velas llevan en este entierro? Para que vean, en aquellas épocas a uno le decían que la escuela era el segundo hogar y los profesores los segundos padres, entonces, palo porque bogas y palo porque no bogas. Por cualquier circunstancia que mereciera castigo (la mayoría de pequeñas faltas lo merecían, a juicio de los “pedagogos” de la época), en la escuela se lo aplicaban a uno y el padre responsable, si consideraba que no era suficiente, le duplicaba a uno la dosis en la casa. Otra, si el niño cometía el error de dar quejas a la abuela o a quien lo consintiera, el padre ejemplar iba al otro día a la escuela a charlar con el maestro y confirmar la falta, entonces, para que el infante nunca lo olvidara, se quitaba el cinturón y le daba sus correazos delante de todos los niños, que pena tan hijuemadre. Había otros castigos más crueles. ¡MAS!, se preguntaran asombrados, claro, eran torturas inquisitoriales. No las voy a explicar con detalles porque el recuerdo me pone a sufrir. Sólo las enumero de paso. Por la falta más leve podía uno exponerse a: