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El hombre de hoy en día es totalmente sedentario. Todas las familias del mundo rigen su vida con esta teoría; todas, excepto las nuestras. Si bien gran parte de ellas se establecen en un espacio acogedor y hasta amigable, aun existen personas que, en su calidad de insuficiencia económica, dependen del nomadismo. Mi familia es una de ellas.

Recuerdo aquella vez en que, por azares del destino y forzadas dádivas familiares, nos mudamos al pasaje Tambo.

Mi nueva morada era el segundo piso de una vivienda bifamiliar. La casita, como solía llamarla mi padre, era propiedad de un tío lejano, de esos tíos que sólo se aparecen cada veinte navidades, y que vivía en Chiclayo. A pedido de mi abuelita, el familiar aceptó darnos posada, no sin antes establecer un contrato. Es lógico, sin dinero no hay acuerdos.

Llegamos un día de semana, mientras cursaba el primer año de educación secundaria. Los vecinos intentaron hacerse los amigables con mi mamá –quien ya había convivido con ellos cuando niña- y, por supuesto, con mi papá. Digo por supuesto, porque no todos los días un médico cambia de casa; y, aún en su reservada cultura, saben que el juramento hipocrático los beneficia.

Como ya dije, mi madre se había criado de niña en la casa a la que ahora yo iba. Me contaba muchas de sus anécdotas, de lo bueno que eran los vecinos, del sismo que la casa había soportado, y de cómo las cosas no habían cambiado; todo con tal de animarme, pues yo había dejado un pedazo de mi pasado en mi antiguo barrio, Huerta Grande. Al instante, luego de bajar las cosas, me presentó a la gente. “La señora es Marina y el señor, su hermano Muncipio… la señora de allá, es la señora Sabina. El señor que esta sentado ahí es Don Santiago… y el de allá es el Brindis”. Tales nombres me hicieron sentir como si de verdad estuviera en un Tambo, allá en las lejanas punas; y, por supuesto, liberaron mi típica sonrisa de burla. La gente, por su parte, me miró como un inofensivo citadino que llega al campo y que debía de ser aislado.

Cuando entré a la casa, mi recelo se menguó un poco. Subiendo las escaleras, después de la puerta de metal oxidado y vidrio catedral, estaba la sala, un espacio amplio y mucho más confortable que mi antigua sala de estar de la casa donde antes vivía, cuyas visuales daban hacia el patio de servicio y eran estimulantes del miedo por las noches.  Por primera vez, tenía un comedor principal no integrado a la cocina, si bien, esta última a duras penas permitía la cabida de una persona. Hacia los laterales, un estudio y una salita de estar con salida al balcón. Estas eran las dos habitaciones con mejor visual de toda la casa.

En el interior de la vivienda, hacia la zona íntima, dos habitaciones. Era la primera vez que veía mi habitación propia, aunque ya la había elegido de antemano a ojos cerrados. Es por ellos que estaba pintada según las indicaciones de mi soberano capricho: celeste con amarillo, formando, en las dos paredes limpias de vanos, las banderas de Suecia y Ucrania, respectivamente. Mi madre me dijo que está fue la habitación que más tiempo requirió para el pintado. Hacia el otro lado, estaba el dormitorio de mis padres y de mi hermano, que en su calidad de hermano menor, aún debía convivir en cuarto compartido.

Antes de los dormitorios estaba, el único baño de toda la casa, principal inconveniente durante toda mi estancia en la misma. Frente a él, las escaleras hacia la azotea, las cuales delimitaban un nuevo espacio improvisado en su base: la lavandería. Subiendo las mismas, se hallaban dos habitaciones más, la primera fue elegida por la empleada como dormitorio, aunque no se le otorgó satisfacciones a sus caprichos, el color del cuarto se mantuvo como estaba. Al lado de éste, un almacén para las pertenencias del dueño original y las nuestras. Luego también sería el dormitorio de mi felina amiga.

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