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Mientras hacía la fila en uno de los puntos de pago electrónico de Baloto, presencié esta conversación entre la mujer que atendía el puesto y un señor de avanzada edad, quien cancelaba el servicio de acueducto y alcantarillado:

- Gracias, mi niña, - decía el señor, mientras contaba con cuidado el vuelto. Las manos le temblaban un poco durante el proceso.

- Con gusto, - respondió la vendedora. - ¿Cómo sigue de salud?

El señor levantó la mirada, sorprendido. No esperaba esa pregunta.

- Pues la verdad, no muy bien. – Respondió, después de una ligera lucha interna, el señor. – Hace unos diez años me extirparon un riñón. Y desde hace un par de meses el otro me está funcionando como al veinte por ciento. – En su voz se escuchaban la resignación y frustración.

Un corto, pero incómodo silencio siguió esas palabras, roto con presteza por la vendedora:

- ¿Y no tiene quién lo cuide?

- Pues tengo cinco hijos. Pero todos tienen familia y están ocupados. No tienen tiempo para uno. – Un nuevo silencio incómodo. - Claro está que es lo mismo que hice yo con mis viejos, - añadió presuroso el viejo, al tratar de justificarlos.

Levanté la mirada y observé al señor. Un poco pasado de kilos, entre sesenta y setenta años, el pelo canoso cuidadosamente peinado hacia atrás. Bien vestido. Y con una tristeza destilando por sus ojos que, literalmente, llenaba el espacio a nuestro alrededor.

La vendedora recorrió con la mirada a los que estábamos cerca, como buscando ayuda, o tal vez tomando una rápida decisión y dijo:

- Es una lástima. Yo en cambio, sacrifiqué mi vida para estar con mi mamá. Ella murió hace nueve meses, pero puedo decirlo con la conciencia tranquila. La acompañé durante cinco años, mientras luchaba. – Los ojos se le empañaron un poco y el tono de la voz bajó.

Soledad

El señor por fin había terminado de contar y guardar el vuelto. Vaciló. Tal vez quería decir algo más, pero, percatándose quizás que no estaba solo y habíamos otros haciendo fila, se despidió de la vendedora y salió del local.

La tristeza y desesperación del viejo, así como la nostalgia de la vendedora hicieron eco en mi corazón. Dos personas, totalmente extrañas, cuyos destinos se cruzaron por unos pocos instantes para algo tan banal como el pago de un servicio público, compartieron todo un mundo de soledad entre ellas. Y los que involuntariamente fuimos testigos de la conversación, también compartimos ese dolor y esa soledad.

¿Cuántas personas en el mundo están solas en este momento, teniendo una familia? ¿Cuántas más dieron lo que pudieron por mantener una familia, para quedarse solo a la larga? ¿Cuántos más mantienen una lucha titánica en solitario con enfermedades invencibles, sin poder compartir su dolor más que con un extraño como una cajera? ¿Cuántos más elegimos ignorar a los que nos quieren en pos de nuestro propio bienestar?

Lo irónico es que, en esta conversación, de manera casual, se habían encontrado los dos extremos: el que estaba solo porque otros eligieron alejarse; y la que estaba sola ahora, pero acompañó al enfermo hasta el final…

El viejo lo único que necesitaba era que alguien lo escuchara por unos segundos. La cajera, preocuparse por unos pocos segundos por alguien más, como lo hizo durante cinco años por su madre. Dios quiera que cada vez más y más seguido se encuentren los necesitados, para compartir por unos pocos segundos su soledad y compartir un poco de su dolor, para un alivio más que necesario.

Y Dios quiera que ellos dos sirvan de inspiración a alguien más a extender su mano por unos pocos segundos y demostrar preocupación por su prójimo. Y también a los que tienen una familia, recordar que no estará ahí por siempre. Y por ello requiere de todo el amor, participación y cuidado que podamos dispensarles.

 

Martes, 29 de enero de 2019

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