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En aquel tiempo, trabajaba en una perfumería en el centro de la ciudad. Gracias a la habilidad que poseía para atraer la confianza y atención de los clientes, prácticamente la manejaba sola. Una vez cada quince días me entrevistaba con el dueño para rendirle cuentas de lo que faltaba, lo que le depositaba y las novedades de los proveedores.

Toda la vida, fui la clásica confidente de todo el mundo pues era excelente para aconsejar, para escuchar y consolar, pero incapaz, sin embargo, de enderezar mi propia vida. Me dejaba llevar por el sentimentalismo en todas mis acciones, y soltaba en llanto por cualquier cosa. Odiaba esa característica en mí pues pensaba que ante los demás quedaba como una mujer ridícula. Y constantemente pensaba en que sería menos complicada mi vida si tuviera un carácter más duro.

"Cuidado con lo que deseas, pues se te puede conceder" reza el adagio, y a mí, se me concedió. Mi mundo se derrumbó en mil pedazos cuando descubrí a mi marido en mi propia cama con mi única hermana. Derramé tantas lágrimas a causa de esa infame traición carente de todo respeto, que terminé por quedarme seca. Con una sensación perenne de devastación y derrota.

Estuve dispuesta a morir. Fue mi madre quien me obligó a salir y enfrentar el mundo otra vez. Salí a luchar por mis hijos, para sacarlos adelante y demostrarle a todos que no necesitaba de ningún hombre para satisfacer nuestras necesidades.. Y así fue. Me enfrasqué tanto en ello que me olvidé de mi misma, de mis amistades, del mundo exterior.

Al mismo tiempo, encontré en el ejercicio una manera ideal de sacar fuera la ira y el coraje contenido. Practicaba aeróbics, pesas, spinning y cuanta novedad llegaba al gimnasio... Me deshice de la casa que por tanto tiempo nos sirvió de refugio, pero que después del engaño era una tortura letal y terminé adquiriendo un departamento, más pequeño y cómodo. Los hijos, crecieron y se marcharon. Pero la frustración, el coraje y la dureza dentro de mí permanecieron ahí... hasta aquel día...

Un hombre entró en la perfumería y se dedicó a examinar con atención las botellas de los perfumes en exhibición. Rápidamente me acerqué a él y le mostré varios aromas hasta que por fin, se decidió por uno. Dejó sobre el mostrador los billetes, importe de su compra, uno sobre otro, le entregué la bolsa con el perfume como lo hacía rutinariamente en cada compra con todos los clientes, la tomó sin decir palabra. Después dio media vuelta y desapareció.

Cuando tomé los billetes para ingresarlos a la caja, mi asombro no tuvo límites al descubrir entre ellos una tarjeta de cartulina blanca con una sola palabra inscrita en ella: ¡Atrévete!

Entre indignada y enojada corrí a la puerta para decirle sus verdades a ese tipo, pero la calle estaba desierta en ambas direcciones. Cosa curiosa tratándose del centro de la ciudad. ¿Qué habría querido decir con aquello de Atrévete?

¡Atrévete! Pues sí, debía reconocer que toda mi vida había sido dependiente... Primero de mis padres, luego de mi marido, y al final, de la comodidad que le representaba su trabajo. Todo el día estuve pensando en la vida que había llevado hasta aquel día, en mi matrimonio frustrado, en la hermana desleal, en los hijos ingratos que no llamaban jamás y a los que, sin embargo, había convertido sin darme cuenta hasta ahora, en los paganos que tenían la obligación de acompañarme y agradecerme durante todos los días de mi vida el que yo no los dejara abandonados a su suerte como lo hizo su padre.

Aún así, crecieron, se enamoraron, trazaron sus caminos y se fueron. También ellos desertaron dejándome sola otra vez. Y cuando por fin había asumido mi destino y construido una rutina pertinente para sobrevivir, aparecía este hombre para poner nuevamente el caos en mi interior dejándome aquella tarjeta con ese mensaje tan peculiar: ¡Atrévete!

¿Cuántas cosas había dejado de disfrutar por no atreverme? Nunca tuve el valor suficiente para arriesgarme a nada, y esto ha definido mi vida por siempre. Nunca hice nada que no estuviera largamente planificado ni cuidadosamente calculado. Llegué virgen al matrimonio, no por que tuviera una firme convicción de perder la virginidad con el hombre que me llevara al altar, sino por el temor de quedar contagiada de una enfermedad o terminar embarazada a los quince años.

Mis hijos no escucharon jamás un "te quiero" de mi boca pues me asustaba la idea de ser calificada como cursi. Mi madre murió sin que jamás le dijera lo mucho que la admiré y amé, otra vez, por miedo al rechazo. No estudié una carrera por miedo a no encontrar trabajo jamás, y al no dar el ancho verme obligada a trabajar... ¡como dependienta de perfumería! ¡Qué locura!.. Siempre tendré la duda de lo que hubiera sucedido si en vez de esa horrible escena que protagonicé aquel día en que encontré a mi marido y hermana en la cama hubiera podido expresarle a aquel hombre lo mucho que significaba en mi vida y cuánto lo quería, a pesar de todo.

Era 24 de junio. El reloj marcaba las 9 en punto. Como sucedía cada noche desde hacía 15 años, la perfumería cerró a tiempo y las luces se apagaron. Me marché de ahí caminando calle abajo como siempre. Al pasar frente al gimnasio en el que diariamente me ejercitaba para erradicar de mi vida ese sentimiento de fracaso con el que sentía que estaba etiquetada mi existencia, me seguí de largo sin remordimientos, por el contrario, me detuve frente a la pastelería en que cada noche, al pasar, aspiraba el olor a café recién hecho y panecillos horneados que nunca había saboreado porque la rigidez de mi vida no me lo permitía. Entré en el establecimiento y con voz clara y fuerte ordené un café y disfrute media docena de deliciosos pastelillos.

A la mañana siguiente, la perfumería no abrió. El dueño me recibía en su casa y aceptaba mi renuncia con agradecimiento por mi fidelidad de tantos años, sin hacer preguntas. En solidaridad, me entregó un generoso finiquito. A todos les extrañó el enorme letrero en mi ventana anunciando “Se vende departamento con todo y muebles”. Nadie me vio salir en la madrugada con mis maletas en las manos, y sobre el hombro mi bolso con las fotos de mis hijos, mis cosméticos, los ahorros de toda la vida y una tarjeta dejada por un desconocido en la que podía leerse claramente en letra cursiva y con tinta negra: ¡Atrévete!...

¿Quién sabe? Tal vez, después de todo, los ángeles sí existen...

Elena Ortiz Muñiz

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