Marsella, jueves 26 de julio del 2001.
Los dueños se parecen a sus perros.
amoresperros. Alejandro González Iñárritu. México, 2000.
Creo que más que de la cultura, a éstas alturas éstos bichos ya son parte del medio ambiente, de la vida misma. Son horrorosos, pavorosos, horribles, monstruosos, espantosos, aterradores, espeluznantes, terroríficos, abominables, detestables, aborrecibles, odiosos, insoportables, mal olientes, sucios y repugnantes. Disgusting. Déclassés.
No los tolero. Me hacen perder el quicio. No hablo de los simpáticos bichos que estelarizaron la película de dibujos animados Bugs y que tanto les gustó a mis sobrinos. Estoy hablando de los llamados mejores amigos del hombre, que seguramente quien dijo eso estaba más solo que una ostra, además porque soy más que felino, gatuno. Para nada me gustan los canes, los perros, los chiennes. Ahora más que nunca, siento que los detesto.
En Francia, los perros están por todas partes, son unos integrantes más de las familias. Los miman, los cuidan y los tratan como niños. Es impresionante. Los visten de la forma más ridícula, les cuelgan moñitos y diademas, y cuando se les pregunta por ellos, valga la expresión, dan pelos y señales de las célebres vidas de sus bichos, sus hábitos alimenticios, su comportamiento el cual siempre es excelente, nos hablan de sus padres, sus tórridos romances y sus descendencias además de las fiestas que les hacen cuando vuelven y de lo tristes que se quedan cuando se marchan. Está bien hombre, no te emociones, si solo te preguntaba por el sexo de tu bicho más por morbo que por otra cosa, porque con eso de Gay Pride hasta los canes se confunden.
También les da por llevarlos consigo a todas partes. Los llevan lo mismo en sus coches en el asiento del copiloto, muchos de ellos deben ser hombres o mujeres solitarios que no tienen a más nadie para sentar al lado. Si van en pareja, los llevan en el asiento trasero. Lo mismo los llevan en el autobus, en el metro o en el tren. Afortunadamente en el tren es obligatorio los lleven enjaulados.
Es común ver a franceses acompañados de sus bichos en el supermercado, el centro comercial, el banco, el estadio, en la playa, es más, hasta al restaurant.
Efectivamente. Alguien me platicaba que en una ocasión se encontraba cenando de lo más delcioso en un buen restaurant en Cours Julien y los de la mesa de junto, una pareja, tenían al micro bicho sentado en el regazo de él. No conforme con eso, estaba tragando ¡de su mismo plato! Que asco. No hay nada peor para mí que un pinche perro esté presente mientras como.
Qué decir cuando los llevan al metro y los micro bichos osan con ladrar a los perros que acompañan a los guardias de seguridad. La tremenda trifulca que se arma de ladridos, aullidos y gruñidos cuyos decibeles son incrementados por la resonancia del túnel. Afortunadamente los perros guardianes están atados a gruesas correas, pero son perros entrenados para atacar ya que los guardias no llevan armas de fuego, sino perros para defenderse. Ya me imagino en caso de que un perro guardián lograra zafarse de su correa, versión en vivo y a todo color de amoresperros, eso sí, muy a la francesa.
En una ocasión, era pleno invierno, iba en el autobús y cosa rara, de pronto comenzó a sobrellenarse. De inmediato un hombre protestó porque llevaba a su bicho ¡dentro de su abrigo! Que horror. De inmediato tocó el timbre para bajarse en la próxima parada. Prefirió soportar el intenso frío antes que someter a su bicho al martirio. Mientras descendía del autobús el guarro le decía palabras de consuelo al bicho mientras lo besaba en el hocico.
Yo creo que debe haber algo de zoofilia en la extraña relación que el país entero mantiene con sus perros, tema interesante para una buena tesis digna de investigarse a fondo para alguien que se titule de psicología. Seguramente el postulante obtendría mención honorífica. Solo ellos que harán con sus bichos en la soledad de sus aposentos. Por salud mental, prefiero no imaginarlo.
El sábado pasado que fui al Fnac, me tocó ver a un moro (tenía que ser) que llegó al almacén con algo que más que su mascota parecía su toro, más negro que la noche y era inmenso, sin exagerar un niño podría tranquilamente montarlo sin problemas. El guardia de seguridad le pidió que sacara al animal de la tienda y el nefasto de lo más dañdo le contestó que iba a gastar mucho dinero en la tienda. No obstante, el guardia se mantuvo firme y no le quedó más remedio al arabesco que abandonar el local junto con su perro. Ahora sí que ambos caminaron con la cola entre las patas.
No sé por qué les ha dado por hacer las mas inverosímes cruzas entre razas, lo mismo cruzan un poodle con un doberman que un pastor alemán con un salchicha o un bull dog con un dálmata, dando como resultado unos entes deformes que mas que graciosos son pavorosos. Parecen engendros no natos.
Lo que he narrado en los párrafos anteriores no es nada. Qué decir de las tardes cuando al regresar de sus trabajos los franceses inundan al sacar a pasear a sus bichos para que hagan sus necesidades. Que horror. Ahí los llevan paseando de un lado a otro hasta que encuentran un lugar que se les antoje para descargar sus intestinos, lo mismo sea al lado de un árbol, una jardinera o a mitad de la acera, obligando a los transeúntes a mirar eternamente al suelo para no embarrarse, o bien, a hacer caprichosos malabares para esquivar lo que se encuentre en el camino. La misma Nadia Comanecci tendría dificultades al andar.
Asquerosos. Deberían crear una ley que los multara si permitieran que sus bichos ensucien las aceras y sus propietarios dejen la mierda abandonada a su suerte para que termine embarrada en la suela de algún zapato. En caso de reincidir deberían obligarlos a comerse los residuos intestinales de sus bichos junto con los mismos preparados a la provenzal.
Así que ya lo saben, ya están advertidos y cuando vengan a Francia mucho ojo, siempre miren al suelo, aunque tengan a la Torre Eiffel o al Arco del Triunfo frente a ustedes, no vaya ser que se encuentren unas bolitas cafés que terminen como souvenir en sus zapatos.
Viéndolo bien no es para tanto. Dice una superstición parisina que si uno pisa algún desecho canino con el pie izquierdo es de buena suerte. Siendo así, c’est pas grave.