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El viejo disco de vinilo suena chirriante en la vieja consola de aquel café perdido en los suburbios de la ciudad mientras el humo de los muchos cigarrillos que los parroquianos apuran en sus mesas se condensa en una niebla azul-pálido que irrita los ojos de todos.

Las voces rasgadas y de murmullos elevados confunden el ambiente entre pasividad, agresión, indiferencia y compañía. Algunas risas, algunos reclamos, cada mesa un mundo (o mas bien una dimensión) separada en años luz a la otra mas cercana. Apartados en el rincón de siempre, los ojos cansados de aquellos amigos de años (demasiados años, piensan algunos) rumiaban su monotonía constante de bromas que dejaron de ser graciosas hace ya muchísimo tiempo pero que se siguen contando a fuerza de traer a la memoria los recuerdos de la primera noche de éxito cuando aquella broma fue sorpresa.

El círculo cerrado de atardeceres constantes, de luchas y fracasos, de pérdidas y ganancias, de rompimientos y lazos, ha quedado relegado a una especie de simbiosis que comparten los cuatro hombres. Nadie dice nada, todos miran las fichas del dominó escrutando en ellas su enigmático destino, si como las negras piezas de puntos blancos les dieran las respuestas a aquella pregunta que los asalta desde el amanecer de aquel día y a la petición hecha ruego por Arjiosto hacia sus amigos. El viejo disco casi no permite escuchar la música grabada en él, solo existe el chirrido de los mugrientos surcos que golpea los oídos sin misericordia.

Las piezas sobre la mesa siguen estáticas, excepto aquellas que acaban de caer de una mano que se hace fría y se despide sin ademanes en un adiós definitivo. Hay ojos que observan, que se han quedado quietos, que se han puesto rojos, que se han humedecido.

Hay voces que se vuelven murmullo, que se vuelven oración y que se vuelven llanto.

Hay suspiros, resignación y miedo, en cada una de aquellas corroídas corazas óseas que guardan cada viejo y cansado corazón.

Las arrugadas manos tiemblan, casi imperceptiblemente, de las encanecidas sienes caen pequeñas gotas de sudor que reflejan el terror inconsciente que abriga sus corazones. La música se hace un poco mas clara, se escuchan algunos versos de aquella vieja canción que escuchasen hace mas de 30 años cuando la juventud era un recuerdo presente y no una idealización perpetua.

Castaños, Meruvia y el "gringo" Guiness jugaban al billar aquella lluviosa noche de febrero, hablando de sus amores frustrados y de la vida que los había llevado juntos ya sobre la barrera de los 40 años, con hijos pequeños y casualmente con esposas enfermizas.

La música sonó fuerte y todos se sorprendieron ante la nueva adquisición del "turco" Méndez, una rockola de tercera o cuarta mano que llenaba el viejo café del padre del turco de un aire mas "moderno". Después de las chanzas y la demostración de erudición electrónica de cada uno, los tres regresaron a su mesa y continuaron con el juego. Casi dos horas después el "gringo" se paró furioso y se fue hacia la nueva rockola desconectándola de cuajo.

-Te lo advertí- le dijo furioso al hombre que lo miraba sorprendido.

-Era la última vez- respondió luego de haberse ido la sorpresa de su rostro.

-Eso dijiste hace 15 minutos- le increpó Castaños.

-Era la última vez- volvió a decir el hombre y sin decir mas se dio la vuelta, clavó los ojos en el bar y se bebió el contenido de su vaso de un solo trago, mientras una lágrima triste le rodaba por la mejilla.

Los tres hombres volvieron a su juego, después de mirar intrigados al bar donde el hombre aquel terminaba otro trago, pagaba y salía caminando a tropezones a causa de la bebida.

Fue la primera vez que vieron a Arjiosto, después lo vieron mas veces, siempre escuchando aquella canción, siempre triste y siempre con un vaso en la mano. Pero solo lloraba cuando llovía.

Cuando se conocieron Arjiosto tenía 35 años y ellos estaban sobre los 40, asi que se hicieron amigos y las noches se convirtieron en un pasar de billar, bromas, cartas y dominó. Hoy Arjiosto les había pedido algo y estaban sentados en esa mesa por eso, los cuatro, mientras el disco gastado seguía sonando y aquella canción dejaba en el aire ya sus últimos acordes. Aquel disco que de tanto escucharlo terminó cambiándole el nombre al bar-café del "turco", que antes se llamó "La turquesa" y que luego todo el mundo llamaba "Café - La humedad" a causa de Arjiosto, de su pasión por aquella canción y por las noches de lluvia que también arrancaban lágrimas de los ojos del "padrino", como también comenzaron a llamarlo todos.

Castaños, Meruvia y el "gringo" (que se hizo mas hermano que amigo) sobrellevaron la pena de aquel y trataron de hacer que rehiciera su vida, nunca lo lograron, Arjiosto se quedó como el "tio" de todos los hijos y nietos de los otros tres.

El disco se ha callado, el silencio va ganando, el humo denso hace la visión turbia y perdida en fantasmas propios de cada grupo en cada mesa. La fantasía termina, todas las mesas callan, los ojos y suspiros se detienen en la mesa de tres hombres sentados derechos mientras el cuarto está derrumbado sobre la mesa.

Todos los de las otras mesas se van parando lentamente "-Adios hermano-" dicen a su vez cada uno de aquellos hombres al pasar por la mesa agobiada de tristeza.

Nadie se ha ido, todos están allí en silencio, parados tras la mesa de tres hombres que lloran al cuarto que sí los ha abandonado después de una enfermedad que lo fue matando sin medida ni clemencia. Una voz se levanta firme y fuerte en el aire y comienza a cantar:

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