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“...interminable de sobreprotección uterina, que a medida que uno envejece se convierte en barras de acero que nacen de un corazón abulic oe infantil y se filtran en nuestras mentes. No pude más que sentir envidia, y soñé, en esos momentos de cemento con olor a estreno y ruinas aceptables de futuras esperanzas de algo que hacer los áridos fines de semana, siempre más huecos de vida, de juntarme a esa manada callejera, feliz y cruel de la libertad.”

Lo último que se podía leer era la fecha, escrita en el costado izquierdo, y esa fecha resultó ser el mismo día en el que yo leía el pseudo-manuscrito. Por lo que me imaginé tal vez, que la persona podría estar aún en los alrededores, y que, en un segundo tal vez más lógico, podría ser tan propietario de uno de los apartamentos como yo lo era, y en un tercer tal vez vestido con ese romanticismo desesperado de quien busca amar a toda costa y en tecnicolor, pude deducir que la mano que había escrito dicha nota, era sin duda alguna femenina.

 

 

Y tengo sobradas razones para ello, ya que las letras escritas poseían la voluptuosidad y gracia de las formas femeninas que sólo una mano del mismo género puede escribir, incluyendo las más fálicas como la “y”, “l”, “h”, etc. Por lo que  entusiasmado, comencé a dar vueltas por todas las instalaciones del edificio, buscando a esa ella con cara de musa y con tristeza segura en la mirada, revestida de una belleza mágica, encantadora, y de allí una posible y verdadera invitación a vivir. Me había olvidado completamente de mi mamá, quien estaba escogiendo con el arquitecto postizo, los colores de las paredes y los muebles que debían habitar armoniosamente su nuevo juguete.

A medida de que había harto recorrido todo el edificio y sus alrededores tratando de encontrar a la autora de lo recién leído por ti también, se me atravesó de pronto una pandilla de perros callejeros. Pude deducir que habían sido contratados unilateralmente y a destajo de la calle, para que cuidaran las instalaciones, materiales y demás maquinarias de construcción del edificio, siendo pagados con suntuosas sobras de comida, servidas en desperdicios amorfos de plástico, que simulaban de mala manera, ser los platos donde nosotros los humanos nos alimentamos.

Generalmente, no estoy interesado ni en los perros callejeros ni en sus miseria de vida, debido a que siempre me he ocupado de los avatares y las miserias que tengan que ver exclusivamente con la especie humana, pero si hay algo que siempre atrae mi atención de una forma natural y por ende sin ningún tipo de autocuestionamiento, son los cachorros, porque esa etapa infantil o de lactancia es lo más cercano a la Verdad igual Libertad igual Amor igual Dios que uno puede conocer de un modo inconsciente, y en esa modesta manada (cinco en número y letra 5), habían dos cachorros, hermosos todavía, por no haber sido tocados aún por la miseria y su tiempo de duración, entiéndase vida.

Luego de haber recorrido varias veces Edificio y recovecos, desistí de buscar a la poetiza, y con el retazo de papel aún aferrado a mi mano, me eché a la sombra de una de las columnas del edificio, y contemplé a la familia canina, dudosa en eso de las adjudicaciones responsables de paternidades y maternidades, disfrutando de la inocencia en el juego de los cachorros, de su mordisqueo y ladridos insignificantes, de su torpeza física por no tener aún patas adultamente firmes para pisar el suelo, cuando sin ninguna razón aparente volví a leer el escrito lisiado.

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