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DESVARÍOS PARA DORMIR SIN SOBRESALTOS DESPUÉS DE LAS DIEZ

Había probado un sorbo de whisky que le ofreció Amalia. La compañía de ella, la calidez de su conversación y la satisfacción gratuita que todo aquello le representaba, eran el mejor indicio de que su presencia, en esa lejana aldea del norte de Escocia, era aceptada.

Unas cuantas horas antes –fue alrededor de las 4 p.m.–, sir Albert Brandon, rico hacendado de la región, lo había invitado a departir una velada en el jardín de su residencia. Allí, para provecho de ambos, le presentaría algunos amigos, habitantes unos de la aldea y otros que habían llegado de Liverpool esa misma semana. ¡Ah... No le comentó nada de Amalia. Qué raro!

La reunión, en un principio, era bastante sosa –no digamos que aburrida. El acartonamiento de algunos personajes era evidente. El recelo místico de ciertas señoras casi que ofendía al invitado de turno. El whisky ofrecido por sir Albert, un añejo Deluxe que era extraído, con suma cautela, de un inmenso tonel por uno de sus empleados, tenía una fama que excedía los límites de la aldea. Su formulación era un secreto de familia, bastante difícil de obtener.

Al cabo de dos horas de charlas frívolas, risas fingidas y una que otra alharaca propia de vecinos de vieja data, pasaron a una sala en la que sobre una inmensa mesa se ofrecía un apetitoso buffet. La carne de faisán, de la que tenía un sinnúmero de referencias pero que nunca había saboreado, lo deleitó lo suficiente como para unirse al selecto grupo de los que pregonan sus virtudes. Champiñones franceses y una buena y variada presentación de mejillones importados de España, complementaban tan vistoso menú. Las rondas de Whisky fueron cada vez más numerosas; aunque se puede creer que la calidad del licor que ahora se brindaba era bien distinta a la que en un principio se les ofreció.

De pronto la vio. Era una dama bien diferente a las demás –a las demás de la reunión, sobra decir. Su cabellera ensortijada, el elegante vestido que lucía y el acento neoyorkino, que llamaba la atención de quienes la rodeaban, le daba un aire de autosuficiencia no compatible con ningún otro ser. Se hallaba anonadado con la presencia de la joven, cuando sintió que alguien lo tomó por el brazo con relativa fortaleza. Sir Albert Brandon, su anfitrión, aparecía en un momento oportuno para adentrarlo en el círculo de admiradores de tan distinguida dama. Así fue.

La empatía entre la joven Amalia y el visitante no se hizo esperar. Si al principio dije –desde la óptica de nuestro personaje– que el ágape era soso, ahora, por el contrario, había adquirido otra connotación. La pareja se dio a la tarea de intercambiar experiencias, hasta el punto de parecer viejos conocidos.

–¿Por qué tanta demora en llegar? –preguntó él.

–¿De qué demora me hablas? –contestó, con premura, ella.

–Esta velada habría sido mucho mejor con tu presencia desde el comienzo.

–Me extraña su pregunta. De alguna manera, usted debe entender que yo soy parte de la reunión que sir Albert ha ofrecido esta noche.

El se distanció un poco de la conversación que llevaba con la dama –un severo análisis se empezó a gestar en su mente–, aunque siguió entusiasmado con su presencia y los variados conocimientos de los que ella hacía gala.

Hasta que se encontró, nuevamente, con sir Albert, y con aire resuelto le preguntó:

–¿No me había dicho que Amalia habitaba con usted?

–¡Ah, creí que no era necesario hacerlo!

–¿Tiene ella algún nexo con su familia?

–Sí y no –contestó el hacendado, con cierto desparpajo.

–Perdón por seguirle preguntando, pero ¿no cree, sir Albert, que su respuesta es algo insolente en una persona como usted?

–Le ruego que no se vaya a enojar, mi intención no es esa quiero advertirle. Como usted bien sabe, todo licor tiene su espíritu, que es –palabras menos, palabras más– la esencia que lo impregna de un sabor característico, y de cuyas cualidades se aficionan los conocedores para otorgarle lo mejor de sus respetables comentarios.

–Perdón, nuevamente, pero ¿qué tiene que ver todo esto con Amalia?

–Comprendo su prisa, mi estimado visitante. No hay nada que acose más que las expectativas de un joven y aventurero corazón.

–Vaya, es usted también conocedor del sentimiento humano.

–Ya creo que es así.

–Bueno. ¿Y Amalia?

–Amalia es el espíritu familiar de nuestro whisky. Le ruego, con el respeto que usted se merece, que no me pregunte nada más. Mis respuestas no las entendería y sólo llenaría su mente con sobresaltos que no corresponde ahora analizar.

Después de beber, muy lentamente, dos sorbos del vaso que tenía entre sus manos, se despidió de sir Albert, le agradeció la invitación, le dio una última mirada a Amalia, que seguía encantando a quienes la rodeaban, y se marchó a dormir. Ya eran más de las diez.

Del libro de cuentos "El demonio tiene tetas de mujer". Pereira (2021)

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