Se llamaba Alberto Chipatecua, un apellido raro en todo el país pero no en el pueblo. Con raíces indígenas, no solo en su apellido sino en su genética; el muchacho tenía rasgos aborígenes, actitudes ancestrales de sus antepasados y la desconfianza racial infundida por los conquistadores. Con mucho esfuerzo culminó sus estudios primarios y se ganó una beca para estudiar interno, su secundaria, en un internado del gobierno.
A pesar de su condición humilde, el muchacho tenía clase; no manifestaba esa humildad tan desarrollada en los habitantes pobres de los pueblos, con tanta frecuencia humillados por los adinerados. No se distinguía en humanidades, educación artística o actividades corporales pero, sobrepasaba con suficiencia a todos en Matemáticas y Ciencias Biológicas.
Desde el sexto grado se destacó en Aritmética y Geometría. Para él no tuvieron misterio la Teoría de Conjuntos, La geometría plana y las nociones preliminares de la Aritmética, con facilidad sacaba raíces cuadradas y cúbicas y resolvía problemas de regla de tres simple y compuesta. Calculaba mentalmente el baldosín necesario para cubrir un patio o los litros que cabrían en una hipotética piscina. De la misma manera memorizó las taxonomías botánica y zoológica y discutía con sus compañeros acerca de temas que salían en las conversaciones juveniles. A veces apostaba algo, no dinero porque carecía de él, y escribía las condiciones para evitar que luego tergiversaran los términos. Un día afirmó que el tabaco y el tomate eran primos hermanos y eso causó la hilaridad de todos. “¡Qué tipo tan bruto, cómo se le ocurre, a ver, fúmese un tomate!” y otras expresiones parecidas. Con la paciencia que caracteriza a nuestros aborígenes del altiplano abrió un libro de Botánica y les mostró que las dos plantas pertenecen a la familia de las solanáceas, y como no eran idénticas no podían ser hermanas, pero…eran primas hermanas.
En séptimo y octavo grados era buscado por alumnos de los cursos superiores para que les ayudara con los trabajos y tareas de Algebra, Trigonometría, Cálculo, Física y Química. No podíamos explicarnos como hacía para aprender todo esto si la pasaba leyendo libros de bolsillo, en especial historias del Oeste y novelitas sentimentales. En uno o dos cuadernos llevaba los apuntes de todas las materias y tenía una letra abominable que sólo entendía él y su gran amigo Truco.
Fue de campeonato la anécdota de un concurso promovido por la Universidad Nacional, para Profesores de Matemáticas y estudiantes universitarios. El profesor de la materia se inscribió y, como el problema le iba quedando grande, acudió a Chipatecua (que por la época ya recibía el apelativo de Einstein), este leyó el problema, se rascó la cabeza, pensó un rato y, sin pronunciar una sola palabra pasó al tablero y comenzó a escribir una cantidad de fórmulas y símbolos que únicamente entendían él y el profesor, que tomaba apuntes desesperadamente para no quedarse porque nuestro Einstein terminaba una tanda y borraba por el principio para seguir escribiendo como poseído por algún espíritu. Después de dos horas sonrió, retrocedió dos pasos, leyó lo que estaba escrito, medito unos tres minutos y cogió impulso para redondear la hazaña; hizo dos cálculos más y escribió la respuesta. El profesor sudaba por el esfuerzo hecho; le hizo a Chipatecua una señal con la cabeza que podía significar cualquier cosa y nos dijo adiós con la mano a todos los espectadores. Nuestro Einstein sonrió, como hacía siempre que superaba un obstáculo, alzó los hombros y se acomodó a terminar la novelita de turno, inmune a los comentarios de todos los presentes.
Como el año escolar terminaba, no supimos el final del concurso, hasta el año siguiente. El profesor del problema matemático ya no seguía en el colegio. Como consecuencia de haber sido el único que resolvió el problema planteado en el concurso, la Universidad lo había nombrado como catedrático en Matemáticas Puras.
A Einstein lo descubrieron unos científicos alemanes y, hasta donde sabemos, está por allá resolviéndoles los problemas que les quedan grandes.