Primero se marchó Lucía, después el amigo Mateo, meses más tarde asesinaron a mi padre, la comadre enloqueció cuando dos fulanos entraron en su casa llevándose al bebé para pedir una recompensa que fue cobrada a pesar de que no se respetó la vida del crío. De un día para otro las calles se llenaron de rejas, las ventanas de barrotes, los rostros envejecieron, las bocas se amordazaron y los ojos se humedecieron perennemente. Muchas existencias se marchitaron, entre ellas la de mi madre que a sus escasos cincuenta años murió de un infarto cuando el gato de la vecina se brincó la barda en la noche metiéndose en nuestro patio, le sobrevino un ataque a consecuencia porque supuso que los delincuentes habían entrado para matarnos y despojarnos de todo como les ha sucedido a tantos otros.
El miedo fue uno de los asesinos más crueles que trajo esta racha de violencia que amenazaba con hacerse parte de nuestra cotidianeidad para siempre, fue él quien me arrebató a la única persona que me quedaba en este mundo. De pronto me encontré en un barrio vacío –no totalmente de gente pero sí de calor humano-, con un gran orificio en la esperanza, nulo de vida espiritual y completamente desolado en medio de ese gran mundo de gente, que sin embargo, me rodeaba.
Por las mañanas centenares de personas marchábamos rumbo al trabajo con las huellas de la decepción y la impotencia marcadas en el rostro. Cada día se hacía más pesado cargar con las maletas de la indiferencia, de los altos impuestos que no hacían sino recrudecer el dolor por la baja respuesta de los gobernantes. Caminábamos sin saludar a nadie porque ya no resultaba conveniente entregar la confianza y el corazón a quien podría aparecer en cualquier momento decapitado en medio de la plaza. Por eso, lo mejor era seguir al pie de la letra la máxima que reza: Ver, oír y callar.
A fin de cuentas había que sobrevivir mientras se tuviera vida aunque ésta haya adquirido el mismo valor que un trozo de mierda en el basurero. En el trabajo salíamos a comer a las dos en punto por costumbre más que por placer y antes de anochecer había que andar a toda prisa rumbo al hogar, ahí sí era preferible buscar la compañía de otro –siguiendo la regla de no intimar demasiado- para hacer del trayecto algo menos pesado hasta alcanzar esa celda auto impuesta llamada casa. Al día siguiente la historia se repetía con algunos cambios, pero no demasiados.
Las noticias en los periódicos también parecían las mismas cada día: un ejecutado acá, asaltos allá, plagios en aquel extremo, las excusas inútiles de los que están a cargo de nuestra seguridad, delincuentes que son capturados para quedar libres después con cualquier pretexto, discursos huecos ¡Qué fastidio! Sí, la subsistencia se había vuelto un fastidio, un verdadero y real fastidio.
Hasta que llegó aquella mañana de viernes en la que todo cambió inesperadamente. Mientras entregaba los comunicados del día en cada departamento de la empresa para la que laboraba reparé en la tristeza de Carmelita luego de quedar viuda por segunda vez, miré sus manos vacías de caricias, sus senos marchitos de tanta soledad, los labios ajenos a todo beso. Y me sentí vacío.
Pero no era solo ella, también Lorena la secretaria del Licenciado, Mariza la encargada de la caja, Rubén el bolero, el contador Tomás y hasta el propio Presidente de la Compañía. Todos llevando sobre sus hombros la carga pesada de la desgracia. Fue entonces que caí en la cuenta de lo que sucedía: no era la delincuencia la que nos asfixiaba ¡Era la apatía generalizada! La soledad inmunda, la falta de amor…
Movido por un impulso desconocido me acerqué a Carmelita en cuanto pude, a pesar de su desconcierto le hablé de mi propia soledad, de lo importante que era no dejarnos vencer por la tristeza y de mi teoría acerca de que la situación por la que estábamos atravesando sería más llevadera si nos confortábamos unos a otros, si recuperábamos nuestro ánimo. Le propuse que entre los dos intentáramos erradicar ese sentimiento de desamparo que nos estaba llevando, de cualquier manera, a la muerte temprana en vida pues no era posible existir sin sueños, en medio de tanta neblina ensombreciendo cualquier resquicio de paz y armonía a nuestro alrededor. ¿Qué otra cosa podíamos perder si la libertad había sido secuestrada también lo mismo que la alegría y la esperanza? Finalmente, recalqué, la realidad es lo único que poseemos pero la forma de afrontarla era lo que marcaba la diferencia.
Le expliqué que solamente deseaba escucharla y ser escuchado porque adivinaba cuánto necesitaba hablar de sus pérdidas y del dolor que seguramente poblaba su alma ya que yo mismo deseaba llorar con alguien todas esas lágrimas reprimidas que me impedían respirar con libertad.
Finalmente la convencí y como no era seguro ir a ningún lugar público después de las siete de la noche terminamos en su departamento. Me cené sus angustias acompañadas de pan dulce y café negro. Vimos las fotos familiares tomadas en tiempos prósperos y felices después le hablé del gran hombre que tuve por padre y lo cariñosa que fue mi madre, enjugó mis lágrimas con sus dedos y yo bebí las suyas entre respetuosos y húmedos besos solidarios: de doliente a doliente. Peiné su cabello con la punta de mis dedos, activé cada célula dormida de su piel con mi tacto paciente. Admiré las estrías en su vientre y la pesadez de sus senos tan caídos como su ánimo a los que, no obstante, hice florecer con el calor de mi boca, alimenté sus ganas desnutridas y di de beber a su sexo agonizante con devoción. Por un instante las penas quedaron atrás. Los muertos continuaron fenecidos y los vivos resistieron respirando sin que nada extraordinario sucediera mientras nos entregábamos uno al otro, solo por acompañarnos, sin la intención de perseguir ningún objetivo fijo, sin falsedades ni promesas, sin ataduras o mañanas, simplemente la amé porque me nació amarla y ella se entregó porque necesitaba entregarse.
Cuando llegué a mi casa esa fría mañana de enero y miré las flores marchitas en la maceta de barro, los suspiros abandonados entre las telarañas, el desorden de una existencia sin motivo y las lágrimas disecadas sobre la alfombra supe que ya nada tenía qué hacer ahí. Me colgué al hombro una mochila de lona conteniendo solo lo necesario y me fui para siempre abandonándolo todo.
Fue entonces cuando me descubrí poeta. Dondequiera que la aflicción se hacía evidente llegaba yo con mi consuelo sincero, listo para beberme una copa con el solitario, curar el abandono de las mujeres o recordar al triste que una sonrisa puede hacer milagros entre versos bien rimados y palabras llenas de amorosos mensajes. A cambio recibía la satisfacción de haber tocado una vida que probablemente terminaba uniéndose al errático vagar. Carmelita, que no sé cómo se enteró de mis andanzas, me alcanzó olvidándose de sus apegos materiales porque descubrió que, aún con ellos, no le quedaba nada más. Muy pronto éramos más de cien andando caminos olvidados por la justicia.
Me hice llamar Amador y de tanto que insistí en ese nombre olvidé el verdadero pero eso no tenía importancia porque en mí no existía un pasado posible, solo quedaba el presente y quién sabe si algún futuro. Conocí a una gran cantidad de personas en el largo camino que recorrí. Mujeres gordas de insatisfacción ante el abandono, otras flacas por el hambre no saciada de caricias y palabras dulces, algunas con arrugas prematuras evidenciando el dolor padecido, otras queriendo permanecer jóvenes a pesar de los años para aferrarse a la vida con descaro en pleno ejercicio de venganza por el tiempo perdido. Hombres fuertes que lloraron como niños en mi hombro y débiles porque los maleantes se habían llevado hasta su vigor. Pero también descubrí chiquillos ávidos de esperanza e ilusión que gozaban y volvían a soñar con los cuentos que les narrábamos mientras los sentábamos en nuestras rodillas abrazándolos con ternura genuina. Todos ellos fueron confortados de alguna u otra manera, en tanto yo, nunca me había sentido tan querido ni tan rico material y espiritualmente.
Al año de iniciado “El movimiento de Amador” éramos ya mil quinientos en La Caravana del Consuelo –estos nombres los ponían los diarios a quienes les había dado por recolectar el día a día de nuestras andanzas – así fue como los titulares grises y teñidos de duelo se veían alegrados por la gotita de color que suponían las reseñas de nuestra llegada a algún pueblo o ciudad en el que las plazas principales eran el escenario perfecto para tantos cantantes que nos animaron y entristecieron con sus canciones; músicos que nos inspiraron con sus acordes: otros poetas mejores y peores que yo recitando alabanzas y loas a la tristeza, a la vida, al desafío, a la pena, a la muerte y a la injusticia sin que la rima y métrica fuesen impedimento para dejar fluir los sentimientos más profundos; malabaristas desafiando al viento, a los reflejos propios del ser humano y a la gravedad; cuentistas que narraron historias reales e inventadas que nos cambiaron de ánimo en más de una ocasión; pintores que acudían a mostrar obras en las que exponían su propia interpretación de la realidad atroz que nos estaba tocando vivir pero que de alguna manera la teñían con matices de ilusión porque todo esto pasara pronto; fotógrafos que perpetuaban la soledad de cada uno, los rostros ajados por la impotencia, las miradas sin esperanza de los chicos, las ganas de fallecer de los viejos y las juventudes lánguidas al tiempo que mostraban la gallardía de una flor solitaria que crecía en medio del pavimento, la hermosa luz de los atardeceres y el vuelo alentador de un pájaro por el aire. Aquellos que no estaban inmersos en ninguna de las disciplinas del arte simplemente relataban lo vivido, o no decían nada, pero escuchaban haciéndose conscientes de su propia infelicidad pues no quedaba nadie sin haber experimentado sobre sí las garras de la violencia y la impunidad.
Si había que llorar se lloraba, si se tenía que cantar se cantaba y si era necesario maldecir maldecíamos. Cuando todo terminaba partíamos más de los que habíamos llegado, pues se unían aquellos que se habían embriagado de vida, sí, de la misma vida que un día abandonaron sin remordimiento a su suerte y que ahora rescataban arrepentidos.
Del otro lado, la sangre inocente seguía siendo derramada, la hipocresía de los gobernantes continuaba intacta, en varias ocasiones el mismo presidente quiso entablar conversaciones conmigo para conminarme a abandonar la lucha asegurándome que tenía un gran futuro en el gobierno, que él podía nombrarme embajador en cualquier país que se me antojara o indemnizarme con una jugosa cantidad a cambio de que no siguiera influenciando personas peligrosamente para su futuro político.
Ahhh! Qué días aquellos. Mientras más los pienso, más me lleno de melancolía. Llegó una época en la que sumamos más de diez mil almas en camino haciendo labor reconfortante y revitalizante, era una caravana impresionante la que formábamos pues cada uno viajaba como podía: en bicicleta, a caballo, en motocicleta, a bordo de camiones donados por los mismos ciudadanos, en automóviles y hasta en patines. Yo acostumbraba hacer parte del trayecto montado a caballo casi siempre, pues me gustaba hacer mi entrada triunfal como un verdadero caudillo al frente de su ejército. Invariablemente éramos recibidos con alegría por toda la gente que nos esperaba con pancartas, víveres, mantas y mil obsequios que nos ayudaban a pasar cada día de manera confortable. ¡Qué reparador era sentir el cariño de la gente! ¡Cuánta emoción me daba escucharlos corear “Amador, Amador”! Estaba seguro de que valoraban mi esfuerzo y que mi trabajo había dado frutos verdaderamente maduros y fuertes, es más, pensaba con orgullo que ya hasta había pasado a la historia gracias a mis hazañas, algún día se me reconocería incluyéndome en algunas de las pálidas páginas de los libros de texto en los colegios. Por eso, para cambiarlo todo, me empeñaba al máximo en llevar alegría, versos y distracción a tantos infortunados que por unos momentos recordaban que estaban vivos.
No podía evitar entonces recordar las palabras de mi abuelo, quien en sus últimos años de vida solía ver el panorama gris y el futuro cada vez más negro: “Los héroes solo existen en las historietas inventadas, en la vida real simplemente se vive. Porque los héroes de carne y hueso terminan asesinados y solos”. Muchas veces medité con sarcasmo cuán equivocado estaba el viejo: Yo era un héroe de carne y hueso y estaba vivo, estaba libre, era feliz.
Y lo seguí siendo incluso cuando la podredumbre llegó a envilecerlo todo. Líderes políticos infiltraron personas al movimiento para aprovechar los encuentros multitudinarios y hacerse propaganda ensuciando nuestros ideales. Muchas de estas personas aprovecharon la vulnerabilidad de las mujeres en duelo para seducirlas tergiversando por completo nuestras acciones. Me vi en la necesidad de expulsar miembros, tuve que ser más selectivo al aceptar nuevos integrantes y extremar la vigilancia para que mi gente no aceptara sobornos, pero todo fue inútil, los periódicos comenzaron a publicar reportajes acusándonos de impostores, culpándonos de hacer proselitismo con el pretexto de un movimiento falso.
Luché contra todo eso, claro que luché. Aquí la palabra que valía era la mía, la de Amador, el fundador del movimiento, fui yo quien mezcló la poesía, la danza, las artes visuales, la cultura en general al movimiento para animar a un pueblo al que ya no le interesaba nada. Era mi nombre el que las multitudes coreaban. Yo era el Amador de La Caravana del Consuelo ¡Faltaba más! Sin mí nada existiría.
Pero, al llegar a aquel poblado esa mañana, el corazón me decía que algo no estaba bien y yo siempre he hecho caso a los presentimientos de mi corazón, siempre, excepto en ese momento porque a pesar de ello hice mi entrada triunfal. Recorrimos las calles entre vítores y algarabía, yo montado en mi caballo negro al frente de todos mientras el eco repetía incesante mi nombre: “Amador, Amador” al tiempo que las mujeres se dejaban caer frente a mi cuaco con la esperanza de ser tocadas por mi, acercaban a sus hijos para que los acariciara, me besaban la mano con devoción. Pero yo solo tenía ojos para mi fiel, querida e inmaculada Carmelita. Sonriente y hermosa, con la mejillas encendidas y esa luz especial en los ojos.
Llegamos a la plaza principal, el espectáculo inició con mi poesía, luego testimonios, canciones y más poesía, yo permanecía entre la gente para no restarle brillo a las presentaciones espontáneas de mis compañeros. Fue entonces cuando todo se obscureció y perdí el conocimiento por el golpe fortísimo que recibí en la cabeza. Cuando volví en mí estaba en uno de los callejones aledaños, hasta ahí se escuchaban, a lo lejos, la música y los discursos. Sin darme tiempo a nada los cuatro mastodontes que me rodeaban comenzaron a patearme sin compasión hasta dejarme bañado en sangre. El viento llevaba hasta mi el rumor del conjunto de voces que coreaba con emoción “Amador”, “Amador” pero no tenía fuerzas para gritarles “Aquí estoy” “Yo soy Amador” En vez de palabras lo que salía de mi boca era sangre producto del estallamiento de mis órganos internos a consecuencia de la golpiza recibida. Lo último que vi al levantar la cabeza, fue a la caravana alejarse en los vehículos mientras el público gritaba “Adiós Amador, vuelve pronto Amador”
Pero Amador no volvería ni pronto ni otro día porque a pesar del tiempo transcurrido sigo en un hospital para enfermos mentales en calidad de desconocido, sin posibilidad de movimiento, sin habla y sin recordar cual era mi nombre real. Regresaría sí, muchas otras veces, La Caravana del Consuelo a esa ciudad pero sin Amador, con sus discursos políticos e infames manipulando la inocencia de la gente con palabras traidoras y llenas de intenciones burdas además de los espectáculos vulgares que ahora se presentaban, pero nadie daría señas de advertir nada. Ninguna persona se quejaría por la manera en que se estaba manchando un ideal que solo buscó llevar paz y armonía y al que seguían llamando “El movimiento de Amador”. Ni siquiera la fiel Carmelita que tan bien me conocía denunciaría mi desaparición pues estaba muy ocupada gozando de las caricias de uno de los tantos infiltrados en la parte trasera del autobús cada noche.
Alguna vez la vi a través de la ventana llena de barrotes del pabellón en el que permanecía y del que jamás salía. Pude asomarme hacia la calle, logré identificarla caminando al frente de toda la gente, pero no era la misma Carmelita triste con aquellas manos vacías de caricias, con sus senos marchitos de tanta soledad y los labios ajenos a todo beso que tanto me conmovió un día, la Carmelita de ahora era una mujer vulgar, los labios ajenos pintados de rojo intenso, los senos marchitos prácticamente al descubierto y las manos vacías ocupadas en recibir el dinero que la gente confiadamente les tendía para que el movimiento pudiera seguir en pie mucho más tiempo.
A veces, cierro los ojos y veo a mi abuelo recriminándome por no haber hecho caso a su eterno consejo de no convertirme en héroe porque terminaría muerto y solo. A pesar de mi delirio, o tal vez a causa de él le gritaba con todas mis fuerzas: “No he terminado como tú dijiste porque estoy vivo, nadie me asesinó”. Lo hacía tan enérgicamente que los enfermeros entraban a los pocos segundos al pabellón, me sujetaban con fuerza manos y piernas y me hacían dormir por días porque les enojaba escuchar mis torpes murmullos de mudo rompiendo el silencio del lugar.
A veces entre sueños, un nombre surgía entre las sombras: ¡Antonio! Me sentía desértico ¡Antonio! La tristeza anegaba mi alma con una lentitud punzante y dolorosa ¡Antonio! Y al escucharlo…me ponía a llorar.
Elena Ortiz Muñiz