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Caminando una noche de verano por un campo de trigo hollado, veo a lo lejos un bosque y un leñador que está ocupado. Me habían comentado los lugareños que aquel hombre es extremadamente peligroso, más yo, ignorando los consejos, me acerco y lo acoso:

- ¿Cómo te llamas? - Le pregunto indecoroso, haciendo caso omiso del sudor que gota a gota cae al suelo de su rostro. El no responde, ni siquiera me mira, en su labor continúa como si de ello dependiese su vida.

- ¿Es que sordo eres? - Insisto. - ¿Por qué de este modo me ignoras?

Más él en su labor continúa haciendo caso omiso de mis enojos. Entonces ya no lo molesto, por lo menos no verbalmente. Algo de ese hombre me asusta, pero también me atrae igualmente. Lo observo con más detenimiento, tratando de encontrar en él una mella. Es alto, robusto, musculoso y un hacha en sus manos ostenta. ¡Dios mío, qué arma más peligrosa! Un hacha de doble filo que brilla bajo la luz de la luna. Con cada golpe un árbol sacude dejando en él profunda huella. En cada uno de esos embates, el leñador suelta un UFFF grandioso, como si de aquella manera, ayudase un poco al trabajo de su arma poderosa. Y este extraño hombre, todo a su alrededor ignora, más parece un fantasma que un ser vivo y ello es lo que más me enoja. Lo agarro con fuerza por el hombro y trato de que reaccione, más una fuerza poderosa atrás mi brazo arroja y, por más gracioso que parezca al hipotético lector que estas líneas lea, salgo despedido al suelo, siguiendo mi brazo en su hiperbólico vuelo.

- Entonces, ha de ser un fantasma. - Desde el suelo para mí mismo razono. - Más no entiendo qué lo ha motivado a tratarme así, de este modo.

Me levanto receloso, esperando de él alguna seña, más él en su labor continúa como si yo en ese lugar no estuviera.

- ¿Quién eres? - Desde lejos le grito.

El silencio es la respuesta que obtengo. Entonces, intento probar con algo distinto:

- En el nombre de Dios te conmino a que regreses a tu morada en el infierno.

Pero nada ocurre y consternado me detengo. ¿Cuál es el pecado que aquel hombre ha cometido, para que se le castigue de semejante manera, condenado a realizar siempre lo mismo, sin posibilidad de ningún contacto humano o celestial que en su ayuda venga?

La respuesta viene a mi mente de inmediato: Ha de ser un asesino, pienso,  y por ello ha sido condenado a trabajar eternamente en el bosque, pagando con su sudor aquel pecado que una vez cometiera, sin posibilidad de expiarse con alguien, por más cerca que aquel estuviera.

- No temas, triste criatura. - Trato de animarlo en caso de que así fuera. - Aunque no puedas hablarme, por Dios sabrás lo que es un buen escucha. Aquel que es capaz sin palabras, comprender a un alma desesperada y dar un consejo exacto para aquella conciencia desalentada. Pues bien - con mi discurso continúo, - he aquí a aquel que puede darte un consejo: Pide perdón al Padre que está en los Cielos por aquello que estés pagando. El no es de corazón cerrado y entenderá por lo que estás pasando.

Entonces, para el mayor de mis sustos, una voz resuena de ninguna parte, pero se escucha por doquiera:

- ¡Deja en paz a ese hombre! - Reza, y enseguida me ordena: - Si quieres en algo ayudarle, yo te daré las indicaciones para que ello ocurriera.

- Te escucho con el corazón acongojado. - Después de un silencio embarazoso a aquella voz respondo. Y aunque tiemblo de miedo, también lo hago de gozo. Porqué seguramente es Dios el que me ha hablado y realizaré hasta el fin, sin importarme siquiera la muerte, lo que El a mí me tenga destinado.

- Sigue aquella luz en los cielos. - Dice la voz ya más amable.

- ¿Cuál de todas? - Pregunto ingenuamente.

- La luna, la luna, mí querido caminante. Ella te llevará a un lugar, en el bosque perdido. Los caminos a él son prohibidos y muchos peligros encontrarás si te animas. No debes temerles si tu corazón es puro, porque son meras ilusiones para el que así lo quiera, más destrozarán de inmediato al que en su realidad creyera.

- ¿Es un juego de la mente? - Entre la maraña de frases intento encontrar salida.

- Si así lo quieres, - me responde la voz y sigue: - Cuando aquellos peligros atravieses, llegarás a un claro en el bosque, un claro también prohibido por siempre. En el medio  verás una casita medio destrozada. No tiene ni puertas ni ventanas, así está diseñada. En aquella casa has de entrar, sin tocar ni uno de sus muros. Cuando estés ahí, vuélveme a llamar y te diré el siguiente punto.

- ¿Cómo? - Exclamo aturdido. - Entrar en un cubo sin tocar sus muros. Vaya tarea más imposible.

- No lo es tanto.

- Entonces dime: ¿Cómo he de entrar en aquellos recintos?

- De ti depende esa tarea...

- ¡Es imposible!

- ¿Así como el hombre que aquel árbol derriba? - Pregunta la voz con un deje de sarcasmo y enmudece por ahora, por lo menos hasta que yo llegue a aquel maldito claro.

Ahora ya no me encuentro tan contento de que Dios aquella tarea me encomendase, más qué remedio y con los ojos en la luna, avanzo.

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