Ir a: El Muerto (Parte 3)
- ¿La vida, dices? - Interrogué sobresaltado. La voz había dicho algo que yo nunca hubiese deseado.
- Así es, querido caminante.
- ¿Porqué la vida, señor?
- Porqué así yo lo he deseado.
Y en ese momento maldije mi intención buena. Maldije al leñador, al Señor y a todo el planeta. ¡Estúpido de mí por mis buenas intenciones! Idiota soy por tratar de ayudar al leñador y sus razones. Idiota por no escuchar los consejos de la gente. Por no dejar en paz el bosque y al hombre eternamente. Más qué hacer, ya no hay vuelta. Me calmo lentamente y avanzo a la maldita puerta. Por si acaso llevo la espada desenvainada, más la precaución es vana, en la casa no hay nada, absolutamente nada.
- No puede ser, - para mi mismo razono. - Si me han dicho que recuerde, es porque no puede ser de otro modo. Algo ha de haber, algo que no he visto. - Entonces, aguzo la vista y con intensidad insisto.
Poco a poco, el fulgor, que luego me daría cuenta me cegaba, comenzó a disminuir y los objetos se dibujaron de la nada. Había una mesa, una silla, una cuna. También vi un caldero y el dibujo de la Luna. Había un armario y sus puertas estaban abiertas. Dentro había una caja con el cajón suelto. Dentro del cajón había una piedra ora negra, ora blanca. Cambiaba de color, como si dentro estuviese encerrada un alma. Y con horror, cuando agucé la vista, divisé al leñador y a un hombre negro. Y este último talar al leñador le ordenaba. Le decía si no lo hacía, el alma de su mujer e hijo estarían condenadas. Me indigné a tal punto, que poco faltó para que fuese a ayudar al difunto. Mas la orden del Señor me retuvo, por lo que tuve que dar las gracias al punto. Recorrí de nuevo el interior tratando de ver alguna otra cosa. Pero nada mas vi y la valentía me dejó, volando pesarosa. Ahora me sentía intrigado y curioso, a qué venía todo eso...
- No seas indecoroso. - Interrumpió la voz mis pensamientos. - Lo que hay que hacer es dejar a los muertos con los muertos.
- Más ¿qué es eso lo que vi, puedes explicarlo?
- Puedo y quiero, más todavía no da para tanto. ¿Todavía quieres salvar al leñador de su tormento?
- ¡Sí! - Respondo sin vacilar y me siento contento.
- Está bien, por ti mismo te has decidido. Veo que no eres cobarde y prefieres seguir tu destino. Escucha ahora, mi buen caminante. Escucha y recuerda porque de ello depende lo que pasará más adelante...
- ¡Te escucho, te escucho! - Lo interrumpo con delicadeza. Por lo que veo, al Señor, le gusta dar rodeos con la tarea que me tiene impuesta.
- Primero hay que liberar el alma de la mujer y el niño, para luego ayudar al leñador a salir de su martirio. Más antes de ello, debes encontrar donde está el hombre negro, porque él tiene la llave que encierra el alma de los muertos.
- ¿Ellos también?... - Interrumpo.
- ¡Claro, hombre! Los tres están difuntos. Más el hombre que es el causante de sus tormentos, no lo está y ese es el punto. Señor es de todos los muertos, no puede ser muerto y de ti depende este punto.
- ¿Matarlo debo? - Pregunto con miedo.
- Encontrar la forma, que existe, te lo aseguro.
Razoné en silencio lo que el Señor me había dicho, si Él sabe como, debería decirlo sin entredicho. Mas es como si Él mis pensamientos leyese:
- No puedo decirlo, porque ello no me concierne. Puedo ayudarte hasta cierto punto, el resto de ti depende. Todo hombre decide, de ello depende del trabajo el fruto.
- Debo encontrar la forma de matar la muerte. Creo que nadie ha hecho esto. ¿Porqué yo Señor?
- Porque así el Destino lo ha dispuesto anteriormente.
El silencio pesa sobre mis labios nuevamente. Veo que no hay salida y digo temerariamente:
- Por lo menos dime en donde he de encontrar la muerte.
- La respuesta esta en tu mano, mi amigo. - Responde la voz suavemente.
Miro con estupor la espada que no he soltado. ¿Acaso he de matarme para lograr aquello que el Señor ha deseado? Y llegado a este punto, desecho los temores con presteza:
- ¡Qué así sea! - Grito, y levanto la hoja amenazando mi propia cabeza.
- ¡Insensato! ¿Qué haces? - La voz me detiene al punto.
- ...Seguir tu consejo... - Respondo después de pensar la respuesta un minuto.
- La otra mano... - La voz explica pacientemente.
La miró y me doy cuenta que un papel se ha enrollado discretamente, sobre el puño de mi camisa y con torpeza lo desprendo. Es un mapa y me indica el camino para llegar AL MUERTO.
- ¿AL MUERTO? - Con incredulidad pregunto.
- Sí, el único muerto que no está muerto.
- Entonces, - dije, rememorando para mi mismo. - Primero matar AL MUERTO, luego la llave, la mujer y el niño, y el leñador, finalmente.
- Así es mi querido caminante, más algo te voy a suministrar para que lo uses cuando el momento sea correcto.
Dicho esto, la voz calló y un conejo apareció en el claro. Se acercó a mí como si me estuviese buscando, algo llevaba en su hocico... Algo no muy grande, realmente. Se acercó y dejo el objeto en el suelo, para enseguida perderse entre la hierba, como si entre la nada despareciera.
Recogí con cuidado el objeto que el conejo había dejado. Era una medalla y tenía un escrito que rezaba...
- ¡No lo leas en voz alta! - Exclamó la voz con alarma. - Porque así se desata el conjuro. Léelo para ti mismo si gustas, más recuerda que una vez dicho, la medalla desaparece y si la desperdicias quedarás expuesto al peligro.
- Es decir que solo sirve una vez en la vida...
- Por lo menos en la tuya, así que dime, ¿estas decidido llevar al cabo la aventura? Por última vez lo pregunto, porque te estoy comenzando a coger estima.
- Así es. En mi cabeza no hay dudas.
- Entonces sigue.
Y dicho esto, la voz enmudece y nuevamente quedo sólo, incluso deseando que el conejo apareciese. Y me hiciese compañía, por lo menos una parte del camino, porque según el mapa, es muy largo el maldito. Me di cuenta en ese instante, que daría mucho por la compañía de otro caminante. Más estando parado en medio del claro, dudo que podría encontrarlo, así que, con al ánimo sobresaltado, oriento mi camino como el mapa reza, y avanzo hacia El Destino...
...Por cierto que sin mucha presteza...
Ir a: El Muerto (Parte 5)