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Angelina ya no está. La puerta que conduce al sótano a donde solía bajar corriendo tras su pelota de goma se encuentra cerrada desde aquella tarde lluviosa, hundida en la memoria: acceso nada atractivo de no ser por el magnetismo de la voraz nostalgia, una fuerza que a la vez nos detiene y nos empuja. El frío picaporte me pulsa una fibra interna, desviándome los ojos hacia el lienzo de su madre colgado sobre la falsa chimenea de la sala de estar. La luz amarilla le da a su rostro un tono de palidez y a su mirada un brillo fingido. Se ve hermosa, y sin embrago, no hay nada de especial en ella, nada distinto de la simpleza de una belleza que deslumbra.

Curiosamente, noto que la imagen y su recuerdo se corresponden con exactitud: sólo sus labios poseen una inusual y casi imperceptible contracción. Curiosamente, también, siempre tuve por consabido mi disgusto por ese cuadro, mas a ella, no sé por cual razón, parecía despertarle un especial interés el boceto, hecho por un joven estudiante de pintura habituado a usar boina, de facciones un tanto grotescas para su edad, con el pelo cargado sobre los hombros, un pircing en el lóbulo izquierdo y estructura corpórea en contraste irreverente con su oficio. Helena magnificaba su talento, yo no hubiera podido estar de acuerdo entonces, ahora debo admitir el mérito de su apreciación, al fin y al cabo, ella tampoco está. Los procesos de indagación de su paradero oscilaban entre móviles dudosos e hipótesis poco convincentes, como la efímera espuma que es y no es, como ella, no como esta noche sin luna donde las nubes dormitan sobre la fina llovizna de Chapinero. En cambio Helena ya no más. La tenue iluminación de la calle filtrada en los ventanales se interrumpe a intervalos más o menos largos por el paso del naciente bus articulado. En el rincón, la fotografía de papá sobre la mesita esquinera me mira con una vaguedad conservadora, entre figuras de porcelana. Era un hombre bueno, un tanto radical, pero muy creyente, según dicen. Después de los tremebundos episodios de abril de 1948, mamá cuenta haberlo hallado en el sótano tras su escritorio de roble, con las manos crispadas sobre un dije con la estampa dorada de la virgen, cuya espesa cadena amarraba su cuello, y esa quietud tan tensa que tiene la muerte: tal vez en el alma humana exista un sótano lleno de tristezas y de culpas. Pero en esa lóbrega estación e la psiquis debe haber algún tipo de esperanza perdida, porque allí en el subsuelo que más tarde mamá frecuentaba luego de su cotidiano trajín, algo recuperaba para sí, algo emergía con ella convertido en un bolero de Víctor Hugo Ayala o en un pasillo de Garzón y Collazos. No obstante, sucumbió a crónicos padecimientos sin control teniendo en su regazo a la pequeña Angelina, ambas sumidas en un sueño distinto: aquélla, uno definitivo, colmado de senilidad; ésta, uno inocente de golpe transformado en ausencia al terminar la jornada escolar un día cualquiera de octubre, como hoy.

Por fin acciono el picaporte y la claridad de la sala se desliza escaleras abajo sin alcanzar a invadirla toda y desaparece más allá cubierta por la penumbra que trata de subir. Oprimo enérgicamente el interruptor, la bombilla dormida parpadea unos segundos adentro, luego descubre por completo la estancia inferior. Desciendo y es como entrar en mí mismo, en esa soledad devastadora, harta al mismo tiempo de cosas intangibles pero de alguna manera trascendentes, conmovedoramente trascendentes. Los objetos que ocupan la habitación sólo reafirman su existencia, aunque con su estatismo mudo las hace más intangibles todavía, con entidad en un pasado indefinido, pero ausentes en el inaplazable ahora. El escritorio de roble de papá se advierte a un costado, en él se destacan los arabescos coloniales en su parte frontal, y en la superficie de vidrio aún permanece abierta una versión de la Reina-Valera de 1909, tesoro de las vendejas del Cartucho, subrayada en el capítulo tercero de Colosenses, verso dos. Pese a la sórdida capa de tiempo que reposa en el entorno, logro ver la breve exhortación que tal vez mamá quiso dejarme a ultranza, pues la obra está dispuesta de modo que pueda ser leída por quien se acerca al ostentoso mueble. De hecho, jamás me hacía en el sillón de atrás, y ella lo sabía. Prefería la plácida mecedora de bambú en el esconce, también utilizada por ella, en donde me balanceaba durante horas pensando en la razón de ser de este tibio sótano que papá hizo construir para sumergirse a solas entre anaqueles alineados con libros de filosofía y metafísica, de derecho y literatura, sobretodo, que después heredaría yo. Por eso este sitio me resulta tan íntimo aunque no sea tan mío, porque en él pretendo hallar todo lo que ando buscando, aun cuando se haya perdido, todo lo que reviva el crepúsculo de unos ojos pequeños, limpios, con el lustre natural de la edad temprana, tal como en los espejismos que he sufrido paseando solitario por los remansos y parajes del parque Simón Bolívar, en la trápala sucesiva del tren que flota por la sabana como un fantasma de antaño, o en las asfixiantes caminatas a Monserrate, tratando de recuperar un poco fragmentos ya vividos.

Simplemente ella ya no está, tampoco los demás, sólo queda el entrañable vacío y el ansia indescriptible en las palpitantes páginas que relampaguean en mi interior. Se han ido de un nodo u otro, no sé adónde, con voluntad o sin ella, mientras aquí se tensa de pronto la bufanda en mi cuello adentrándome en el yérsey y en este sótano que soy yo mismo. Me sorprende la pelota de goma que desde arriba cae golpeteando en los escaños como un preámbulo, acaso una invitación, quizás como una sugestión poderosa que entreteje la silueta en cuya parte superior figura algo parecido a una boina.

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