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     Mi piel se alerta con tu cercanía igual que perros ladrando a los desconocidos en las noches ásperas, como esta en la que no apareces. Inhalo el aire iluminado de luna, Guadalupe, mientras pienso en el aroma de tus cabellos. Palpo con mis pupilas tu nombre en el firmamento, en este pedacito de infinito, de viento que me recorre el cuerpo, en esta cañada donde las estrellas que me enseñaste a mirar entristecen de verme esperarte entre luciérnagas y hierbas.

     Cuando te conocí, casi por accidente, nunca pensé que te volverías la mujer de mi vida. Hasta la energía eléctrica guardó silencio, la primera vez, para que pudiera oírse, nítido, tu llamado. No pude escuchar tus ojos claros, por la oscuridad, ni pude oler tu sonrisa brillante, demasiada distancia, pero tu voz, seda, acarició la superficie de mi corazón, entonces rugosa de desamor.

     Cómplice de la noche, empecé a rondar esta cañada, donde viven los duendes, buscando alguno para obtener un ensalmo capaz de engarzar mi destino en tu largo pelo crespo castaño, de dibujar mi felicidad en la tuya: algún conjuro que te vuelva cuerpo junto a mí cuando aun yago por las mañanas, que me libre de pensarte el entero día, de soñarte cuando duermo: que consiga que ya no venga a imaginarte, clandestino, a esta grieta de tierra encantada.

     ¿Cómo hago, Guadalupe, para gritar sin que me escuchen que voy a enhebrarte amor por cada poro de tu piel, cuando mis labios te despierten en su recorrido, cada mañana, para vestirte de besos? ¿Cómo explicar sin palabras que, insecto en tu flor, ungiré mi boca con tu profunda humedad jadeante, bálsamo divino, para luego, alado, recorrer tu tierna desnudez y terminar en ti, ambos uno?

     En este verde lugar, de una cascada con una poza de reflejos azules donde vive una sirena que sembró alcatraces a la orilla del río, aquí donde todo es tan intenso como tú en mi vida, pudimos ser felices, si hubieses estado conmigo. Habríamos caminado tomados de la mano, infinito, con esa profunda mirada que traías puesta cuando te asomaste a mi voz, cuando escuchabas a mis ojos decirte quiero que seas mi destino, por ti seré inventor de diversión, el hombre más ingenioso, palabrero que te haga sentir importante, querida, dichosa, la mujer más feliz jamás: tanto te voy a amar, Guadalupe, que no habrá otra cosa más en mí, nada que no haga, para que te quedes siempre.

     Dicen tantas cosas. Pero no que hoy tus manos tocaron las mías asustadas, ni que me rodeaste con tus brazos y me besaste largo; tampoco que acaricié tu nariz con la mía, ni que me miraste los ojos cuando decías: te amo, daría la mitad de mi vida porque no me dejaras de querer nunca. Dicen que te entiendes con alguien más, que te va a robar, que ya está amueblando su casa, que estás bien pendeja.

     Hablan porque no saben. No saben que nos iremos lejos, a la ciudad, a los parques solitarios, a las vacías calles organizadas para la urdimbre de nuestros dedos, labios y almas; de nuestros ojos viendo cada uno un lado del transparente amor entre nuestras miradas, ese que abrazamos entre nosotros, tanto, tan fuerte, para que se quede. No saben que de nuestras manos entrelazadas con los dedos como cuerdas será la primera oscuridad de todas las noches. También los amaneceres en que despertaremos mirándonos.

     ¿Recuerdas la otra noche, Guadalupe, cuando faltó la energía eléctrica? ¿Esa oscuridad en la que, en una valentonada, me llevaste a la sala de tu casa, me montaste, me ofreciste tus senos que acaricié y lamí, me tocaste el cuerpo, me desataste el cinturón, desabotonaste mi pantalón, abriste la cremallera, audaz mano la tuya, te frotaste contra mí, en ese momento de oscuridad, con tu madre, tus hermanas, tus sobrinos, en el cuarto de al lado, en el más ancho silencio, hasta que tu padre te llamó?

     No podías saber que yo te esperaba en la cañada, porque me habías dicho que no irías. Tampoco que vería, instante maldito, cuando él llegó en su camioneta de luces apagadas, esperó a que subieras, cerró la portezuela y te llevó consigo.

    Duelo en el estómago, en el pecho, que sube hasta la nuca: sopa de clavos, navajeante saliva, llanto que se espesa, ahogado en sí mismo, que se engoma en la garganta, más adentro; no quiero llorar, no voy a llorar, se me cuartean los ojos, pero no voy a llorar, no todavía, quizá cuando entre más la noche, cuando ya no quede esperanza, cuando solo quedemos el vacío espacio que ocupaste en mí y yo, para que haya lugar en mi alma para gotear este sentimiento, para que escurra, que deje de ser esto que no me deja respirar, estas ganas de tirarme al suelo, de doblarme, de no levantarme: de salir a caminar, de lluvia, una caricia de lluvia, que me cubra el cuerpo, porque a ti aposté mi vida, Guadalupe, mi sentimiento, y estoy aquí, viendo como te alejas, llevándote mi felicidad.

     Se me desbordan los ojos. Ayer me regalaste besos, caricias, abrazos, tomaste mis manos, dijiste que te gustaban. Apenas hicimos cómplices a la noche, a la brisna, para que nos permitieran abrazarnos, para que me dejaras mirar profundo tus ojos claros, de ruta al cielo. Tanto, Guadalupe, para que te fueras, secuestrándome la dicha.

     Anoche, Guadalupe, pasamos un tiempo magnífico. Cuando estoy contigo, me siento como una vela que se derrite, dijiste. Giramos sobre la tierra olorosa a lluvia, te tome en mis brazos y te volví a girar, nos besamos, nos besamos, beso tibio nuestro sobre el beso frío del agua sobre nuestros cuerpos, sobre nuestros cabellos goteantes, hasta el Guadaluuuuuuupeeeeeeee de tu madre.

     ¿Qué hago con este escozor arremolinado en el cogote? ¿Qué con esto que sangra dentro de mí? Que con esta angustia que me llaga la vida? ¿Qué hago con tanta noche afuera y adentro? ¿Con qué romper el recuerdo, el instante maldito en que yo, agazapado, impotente, pulverizado, y tú, yéndote con él?

     Fue la cañada a ponerse dentro de mi pecho. Ni los duendes que me miraban compadecidos con sus ojos de tierra, ni la sirena de la poza azul pudieron evitar que quedara sordo del alma. Guadalupe yo no quería llorar, porque los hombres no lloran, y corrí, para que no me alcanzara la tristeza. Llegué a mi casa con las piernas temblosas, sudando llanto. Aunque me resistí, quedó nada del que soy: con el corazón, los mocos, los sueños y las lágrimas hechos un veloz arroyuelo por el que fluían tus mentirosos te amo, ovillado en un rincón, con la respiración entrecortada, me desmoroné,

    ¿Qué hacer, Guadalupe, qué hacer? Ni puse atención al chirrido de la puerta al abrirse, hasta que apareciste. Te habías puesto una mirada que no te conocía. Una de amor. Ahora que ya no hace falta. ¿Quién te dijo, Guadalupe, que vinieras a mi cuarto con tu mirada nueva, igual que el sol, resplandeciente, a las seis de la mañana? Quién que te necesito? Quién que vinieras a reburujarme el corazón?

     Dicen los duendes que el orgullo es un desgraciado intratable. La sirena de la poza me caló el alma en los ojos, se sonrió, musitó algo para sí y  volvió a mirarse en los alcatraces. Te acercas, despacio. Acaricias mi pelo con tus manos color felicidad. Siento tus crespos cabellos castaños sobre mi rostro, sobre mi vida. Quédate siempre, Guadalupe, siempre.

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