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   Una ligera brisa traía burlonas sinfonías de muerte. El día del fin del mundo había pasado cual huracán que devasta todo a su paso. La diabólica capacidad de destrucción del ser humano se puso por fin de manifiesto, y la tierra se convirtió en un planeta desolado.

   Cuando Aleksey abrió los ojos se sintió extraño, se hallaba rodeado de un paisaje que le era del todo desconocido. Ante él se alzaban montañas de ruinas humeantes, cables quemados, hierros retorcidos... no había quedado nada en pie. Apenas caminó unos pasos, y el horror se apoderó de su ser, cuando descubrió que un brazo amoratado sobresalía de los escombros. Volvió a mirar con detenimiento a su alrededor, y pudo comprobar que había una innumerable cantidad de cadáveres calcinados. Le daba la impresión de que aquellos cadáveres le miraban acusándolo del hecho de estar vivo.

   Aleksey se desplomó de rodillas en el suelo. La sensación de angustia se cristalizó en su alma y se sintió del todo incapaz de seguir caminando. El aire caliente le abrasaba los pulmones. Lo último que recordaba era que estaba arreglando su ciclomotor en el jardín, cuando una luz cegadora le sorprendió de forma repentina y traicionera.

   Pensó en sus padres ¿dónde estarían?. Intentó situarse, buscar una referencia que le pudiese dar una idea de donde estaba, no tardó en percatarse de que el césped amarillo y seco que tenía debajo de sus rodillas, era el del jardín de casa. Un poco más atrás, de lo que había sido su hogar sólo quedaba una montaña de ruinas. Aleksey recordó con estupor que su madre estaba en la cocina antes de pasar el cataclismo, un demencial escalofrío puso en pie hasta el último bello de su cuerpo. "Mamá está muerta, papá está muerto...¡todos están muertos!" pensó.

   A un chico de diecisiete años como Aleksey nunca le habían interesado demasiado temas de política, ni siquiera cuando el peligro de guerra nuclear era ya inminente. Las grandes potencias jugaron a  estrategia poniendo sobre el tablero la vida de millones de personas, y como era de suponer tratándose de seres humanos, al final todos fueron perdedores en la fatídica partida.

   El ángel exterminador pasó en forma de misil nuclear y sembró de tristeza los desdichados campos y ciudades que sin previo aviso lo recibieron. Apenas quedaron unos pocos supervivientes que se enfrentaron a una realidad peor que la propia muerte. Podrían llegar a conocer hasta que punto llegaba la maldad del ser humano. Habían de sobrevivir entre ruinas, radioactividad y un medio ambiente totalmente contaminado y diezmado, semejantes a animales, sin ley ni orden, comiendo de la rapiña de lo que se encontraban entre los escombros...

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